El Sevilla que a principios de siglo empezaba a construir Roberto Alés, ese presidente de mirada limpia y modales de gentleman, se caracterizaba por una ambición y una exigencia interna que penetraba en la epidermis de todo el que entraba por las puertas del Sánchez-Pizjuán. Muy poco después, esa ambición se tachó de locura, una bendita locura que fue el gran vehículo que llevó al sevillismo a cumplir sueños y más sueños. Todos inimaginables.

Hoy, quizá por haber rozado en algún momento el techo de esa ambición desmedida que llegó a acariciar hasta un título de Liga que si no llegó fue porque se apostó por otros sueños que entonces parecían irrepetibles, sobran golpes de ego y se echan de menos brotes de humildad y autocrítica.

El somos los reyes de esto o aquello con el argumento del pasado como única base y llenar la sopa de excusas más que de letras lo que garantiza es la autocomplacencia, propia y del entorno, acabando éste contentándose con un buen arranque, algún arreón del "dicen que nunca se rinde" y la atenuante del infortunio, el cansancio y, cuando surge el Messi de turno, la magnificencia del rival.

El partido de los de Machín el sábado es el ejemplo de que ese piloto rojo en el cuadro de mandos lo que indica es que el depósito que ha entrado en reserva no es el del combustible, sino el de la ambición. Defender que un equipo ha jugado un buen partido ante el líder cuando ha recibido 4 goles y esgrimir que ante la magia de Messi poco se puede hacer es de competidor pobre que termina de arreglarlo el argumento de que, encima de que es el mejor del mundo, siempre le tiene ganas al Sevilla.

Cuando al menos dos de esos cuatro goles fueron sin marca con ocho metros a la redonda, cuando eso mismo lo hizo Cazorla una semana antes... pues a lo mejor alguien tiene derecho a dudar de que la excusa siempre vaya por delante de la ambición. En tiempos de Roberto eso tenía otro nombre.