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Carlos Colón

El AVE Sevilla-Barcelona

LA gran noticia del AVE directo Sevilla-Barcelona únicamente se ve empañada por algo subsanable: que no haya también uno de mañana o que, de haber sólo uno, fuera matinal. Lo digo, sobre todo, por las conexiones internacionales que unen Barcelona con Francia, Suiza, Alemania e Italia. Para quienes amamos los trenes tanto como aborrecemos los aviones, la alta velocidad es lo más parecido a una respuesta a las mudas oraciones que dirigimos al Mercurio de la Plaza de San Francisco, dios de los viajeros, mientras los amigos aéreos nos lapidan con bromas sobre lo mucho que tardamos en llegar a donde ellos llegan en dos o tres horas; y mientras la familia nos mira con ojos de reproche en los que, desde que se impusieron los vuelos a bajo precio, parece estar escrito: "¡derrochador!".

Es una bendición esto de la alta velocidad. Cuando quienes fuimos mochileros de kilométrico cojamos este AVE que une Sevilla y Barcelona en 5 horas y 40 minutos, recordaremos los viajes de casi 24 horas en los viejos expresos catalán o sevillano, según partieran de la sevillana Estación de Córdoba o de la barcelonesa Estación de Francia: compartimentos de ocho viajeros, asientos de skai verde oscuro, reposa cabezas con el logo de RENFE y cuadritos con fotos turísticas en blanco y negro punteados por cagadas de moscas.

Cada compartimento era un mundo chiquito en el que se trenzaban efímeras amistades entre andaluces de Andalucía y andaluces de Cataluña. Amistades que, al poco de encenderse las luces amarillentas, quedaban selladas por un intercambio de vino bebido a gollete de la misma botella, filetes empanados, huevos duros, naranjas, chorizo cortado con navaja en gruesas lonchas y tortilla de patatas. Después el sueño en el apretado compartimento que olía a embutidos y tabaco; interrumpido por paradas o traqueteos con breves despertares que, a veces, se aprovechaban para estirar las piernas echando un cigarrillo en el largo pasillo vacío, alumbrado por bombillas tan tristes como las de las calles de los pueblos desiertos que aparecían y desaparecían tras las ventanillas, como si intentaran emerger de una oscuridad que de nuevo los atrapaba y se los tragaba. Se tomaba café en alguna destemplada parada -neones de madrugada en bares de estación que aguardaban a los viajeros con una larga fila de vasos ya servidos- y vuelta al compartimento hasta que, bordeando ya el Mediterráneo que entonces sonaba a Serrat, el amanecer nos despertaba bastante deslucidos.

No cabe la nostalgia en esto de los trenes; como no sea de los pocos años y las muchas ilusiones que entonces teníamos.

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