Alfonso castro

Decano de la Facultad de Derecho

Adioses de Juan Ramón

Juan Ramón frecuenta el Ateneo, pero también los prostíbulos. Frecuenta casi todo, menos la Universidad

La vida es despedirse. A veces, sin querer; incluso, sin advertirlo. Un anunciado, inminente verano es la primavera sevillana, que de tanta inminencia se ha ido antes de haber sido. Rojos más que verdes amarillos, en el recuerdo, la retina, que es más olor que mirada, anegada esta de luz incluso excesiva, cuando un luminoso carmín inflama el cielo, como escribirá Juan Ramón Jiménez, evocando los amaneceres junto al río, en un viaje suyo "del Madrid de la tierra a la Sevilla del cielo". Entre un otoño, el de 1896, y una primavera, la de 1900, en que viaja a Madrid, con Ninfeas y Almasde violeta bajo el brazo (antes Nubes), los libros primerizos que luego perseguirá toda su vida con saña para hacerlos desaparecer, se extiende su vida en la ciudad, a la que acude desde su Moguer natal, tras haber concluido el bachillerato en El Puerto. A estudiar Derecho en nuestra Facultad, supone su padre, que morirá pronto, enfermo, sin decir nada, "como si ya no hubiera nada, mirando todo distraídamente", como suele hacerse cuando se va a morir y el cuerpo lo sabe antes que uno mismo; a pintar y enseguida a escribir, vida siempre distinta cuando se ve fuera que cuando se vive dentro. Aunque se le presupone en 1896 estudiando Leyes, no tramitará su matrícula hasta 1898, el mismo año en que empiezan a regar, como gotas esparcidas de una lluvia luego inmensa, las revistas y periódicos de la ciudad con sus primeros poemas, inundados de azahares, golondrinas, fuentes, en aquella "tierra encendida" tan pródiga en ellas, bajo aquel "jirón de niebla que el sol más claro" no disipa -Bécquer-, en la ciudad en la que aún no descansan sus huesos, pero florece ya el gusto por su poesía. Sus primeros exámenes en el curso preparatorio de Derecho no fueron gran cosa, aunque recordase luego, en una estampa dedicada a Nicolás Salmerón, que en la universidad sevillana estudiaron con "ahínco". No él, desde luego. Solo desde un esfuerzo parapetante puede hacerse en una ciudad como esta, abierta a la vida como una planta bajo el sol o la lluvia, en un derramarse de los afueras que dificulta muchas veces los brotes más íntimos del adentro: Santa Teresa horrorizada o tantos sevillanos huyendo, en una curva que se extrema entre Blanco White y Cernuda, exiliados de aquella castrante sevillanía. Junto a El Rinconcillo, en la calle Gerona, se instala en una pensión sin calefacción posible ("ni imposible") típica de las casas de Sevilla. Frecuenta a Villalón y empieza a pintar bajo las enseñanzas del costumbrista Salvador Clemente, que igual pinta "un moro en cualquier parte" que la fachada del Ayuntamiento de Granada "en una huerta de Sevilla". Frecuenta el Ateneo, pero también los prostíbulos. Frecuenta casi todo, menos la Universidad. Aprende en estos años que la vida es una continua despedida; a veces, definitiva. Su padre, sus amigos del colegio, la ciudad, pues nada acrecienta el peso de la despedida intuida que una ciudad hermosa que ha de abandonarse un día. Su novia de entonces, Rosalina, a la que ve por vez primera mientras su padre estudia en el Archivo de Indias, vuelve a Puerto Rico y allí, medio siglo después, no sin antes recordarla en un balcón de la calle Otumba, vivirá Juan Ramón su última despedida.

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