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Relatos de verano

Francisco Núñez Roldán

Años de humo (6)

"La Guinda debió pensar que volvía a veros, exactos como aquellos años. Que el pasado volvía vestido de vosotros, de vuestra guisa"

Ilustración: Rosell

Ilustración: Rosell

No tuvisteis valor. O sí, pero no quisisteis usarlo. Más bien. Quedemos como valientes, como viejos enamorados que perdonan, pensaste, pensasteis los tres sin duda. Qué pensaría ella.

El 27 de febrero de 1811 cayó de un certero disparo lejano el comandante Baussin, jefe de la guarnición de Ronda. Fue una de las pérdidas más sensibles para los ocupantes.

Eugenio, el Asaúra, recuerda inevitablemente aquel glorioso momento para él, mientras se prepara para entrar subrepticiamente en esa misma ciudad de Ronda, donde supone que han ido a pernoctar La Guinda, con su marido y su hija. Pero va sin saber a ciencia cierta lo que va a hacer ni qué va a ocurrir cuando la vea.

El 27 de febrero de 1811 cayó de un certero disparo lejano el comandante Baussin, jefe de la guarnición de Ronda. Fue una de las pérdidas más sensibles para los ocupantes. Eugenio, el Asaúra, recuerda inevitablemente aquel glorioso momento para él, mientras se prepara para entrar subrepticiamente en esa misma ciudad de Ronda, donde supone que han ido a pernoctar La Guinda, con su marido y su hija. Pero va sin saber a ciencia cierta lo que va a hacer ni qué va a ocurrir cuando la vea.

Habíais llegado antes que el lento carruaje. La mañana estaba como cuando el ataque a la Milicia Cívica, recuerdas. El mismo sitio, catorce años antes. La curva cerrada del camino abrazado por las peñas y el encinar. Quizá hasta los descendientes de los mismos pájaros que alzaron el vuelo ante los disparos, entonces. Unos cuantos de los mismos protagonistas, cambiados los sitios. La Guinda tenía que acordarse. ¿No se iba a acordar? Os habíais detenido provocativamente cerca. Saludasteis displicentes y amables, tiesecitos y jacarandosos sobre vuestras monturas. La Guinda debió pensar que volvía a veros, exactos como aquellos años. Que el pasado volvía vestido de vosotros, de vuestros rostros y vuestra guisa, algo más baqueteados por la vida, pero aún con buena planta y las mismas miradas firmes de antaño. Y estabais siendo, allí, un callado e inmóvil homenaje a vuestra antigua compañera. Solo lo sabíais ella y vosotros tres. Entonces, en lo poco que tardó el carro en pasar, y en saludaros ella con aparente indiferencia, le viste en la mirada una suma de miedo, de agradecimiento, de simpatía, de un cariño lejano que se había aposentado en sus ojos negros, un cariño que tus tres compañeros notaron también, sin duda, aunque luego, pasado el grupo, el hipotético peligro, habría algún comentario de su hijita y del marido referido a vosotros, que si erais los mismos de hace un rato en la venta, que cómo habrías llegado tan pronto allí sin haberles adelantado por el camino, que qué gente más rara y menos de fiar…, cosas así, e incluso el marido llevaría lista una pistola, quizá un perrillo de esos de dos cañones que poco hubiera podido hacer de haber esgrimido vosotros los tres trabucos sobre los que descansabais pacíficamente el codo. Bien encajados en los arzones pero suaves y rápidos de sacar de sus engrasadas fundas de cuero, y con carga de postas que a las pocas varas de distancia que estabais tienen un efecto terrible.

-Van hacia Ronda, creo -comentó Jabalí, que al parecer había oído algo de eso al cochero en la venta.

No precisaste otra sugerencia. La cita en Castellar con Ojovirao era difusa, para aquellos fardos de tabaco. Además podía esperar. Todo podía esperar salvo saludar a la Guinda, decirle otra vez hola, escuchar su voz, hablarle, aunque fuera un instante. Con niña o sin niña, con marido o sin marido. Tenía que entenderlo. Y si no, pero para todos.

-En dos días os veo. A la noche, donde siempre -dijiste a tus compañeros, y acordaste con Cagabalas el sitio donde juntarte con él a los dos días. No te preguntaron nada, aunque suponían a donde ibas. Últimamente os preguntáis poco. Ventajas de la mucha camaradería, del campo, del silencio alrededor, que se le va metiendo a uno dentro y se hace parte de uno. Qué verdad lo que te decía tu padre de que uno ama aquello que conoce. Conocéis de sobra el silencio. Y lo practicáis, hasta el punto que a veces os daña el romperlo. Cada día más huraños, más callados, más adentro de cada uno. ¿Y qué?

Ahora vas a Ronda. Pero sabes que no puedes entrar fácilmente en la ciudad. No llevas papeles. Y los migueletes te conocen. Más de lo que quisieras. Pero sabes cómo llegar. Tienes hasta dos sitios: la vieja mina y los azudes del tajo. Lo segundo, esta vez. No sabes quién puede andar ahora arriba, en la casa donde la vieja galería mora acaba arriba en la ciudad. Las breñas de los azudes, más seguras.

Esperas a la noche. Tienes buena luna, suficiente para que tú y tu caballo veáis como los gatos. Son muchas noches en vuestras vidas, con luna y sin ella. Pero antes, pasas ante lo que queda del fuerte de la Torrecilla, cerca de la ciudad. Y ahí sí que te sonríes. Para ti se queda. Ese sí fue el mejor tiro de tu vida. Con el que mandaste al infierno al comandante Baussin, de la guarnición de Ronda, el 27 de febrero de 1811. Cómo te vas a olvidar de eso. Bueno, mandasteis, mejor, entre el rifle Baker y tú, que le diste un beso después del disparo. Tú no lo viste luego, pero lo contaban, que no le entraba un dedo por el agujero de la frente, pero le cabía un puño por la salida, en la nuca. Solo por ese tiro ha valido la pena tu montuna vida, piensas. Triste pero verdad. Tu vida ha sido quitar otras, más que darlas. Quizá por eso no puedes dejar de ver a la Guinda ahora, porque ella fue la cima de lo más bello que te ha pasado nunca, por más que lo de Baussin fuera lo más importante. Pero prefieres, ahora, aquí, desesperada y locamente, la belleza, la suavidad, por la que también vale la pena vivir, y a lo mejor morir. De hecho, vas a entrar en Ronda sin armas. Bueno, es un decir; sin la navaja no. Pero la navaja no es un arma. Es como el catite, la faja, las polainas, es decir, una parte de ti, de tu piel, sin la cual serías otro. La navaja no cuenta. El trabuco sí. Ese se va a quedar en el caballo, escondido donde tú sabes, donde Cagabalas también sabe.

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