Mercedes de Pablos

Batallas perdidas

Hay dos batallas que personalmente perdí: una es la expresión violencia de género

Cada uno tiene su Waterloo o su Bailén, según desde dónde se mire. Alguna de esas batallas perdidas son profesionales y muchas, las más, personales, de esos retos o incluso duelos que nos empeñamos en librar y de los que terminamos más escaldados que el gato del refrán, el pobre.

Y algunas batallas son, además, preludio de catástrofes venideras aunque en un principio nos consolemos diciendo que la guerra aún no se ha acabado y que hasta el rabo todo es toro y demás mercrominas sentimentales. Pero en nuestro fuero interno, donde a veces no nos mentimos(o no del todo), sabemos que, aunque la razón siempre nos asista, debemos aceptar pulpo como animal de compañía y que nuestra madre política nos quiere como a una hija.

Hay dos batallas que personalmente perdí y que, aunque no quise darme por enterada, han hecho caso a Ortega y como "toda verdad ignorada" han preparado su venganza. Las dos tienen que ver con las palabras, porque hay que ver el tiempo, el esfuerzo y las tensiones que le dedicamos a la semántica mientras le damos patadas a la gramática. Una es la expresión violencia de género, aceptada internacionalmente sobre todo a partir de la Cumbre de Pekín de 1995, a la que me resistí, brava, porque su traducción al español llamaba a equívocos. El género funciona como categoría, bien para estudios académicos bien para aplicarla en medidas o en políticas, el sexo nos define a todas y cada uno con su aparente sencillez y su complejidad.

No es lo mismo sexo que género y más preciso me parece violencia machista que violencia de género, me decía, sabiendo que nada tenía que hacer cuando el mundo consensúa el significado de algo. Las palabras son pactos de quienes las usan, los hablantes, y ni los más tiquismiquis armados de todos los galones suelen ganarle la guerra a la calle. Un anglicismo más al que resignarse como lo hemos hecho con tantos y sin tanto remilgo. Es ahora, muchos años después, cuando esa expresión género ha venido a servir de arma para desencuentros, ay, qué timoratos desoyendo al conejo de Alicia (al otro lado del espejo) cuando le recuerda a la chiquilla que lo importante no son las palabras sino quién manda.

"Clase política" (mi otra batalla en vías de derrota) es, sin embargo, una expresión que ni en sueños osaría repetir. Su uso, como sinónimo de todas aquellas palabras que se refieran a los políticos en general, me parece una inocente irresponsabilidad porque deja marcada en la mollera una idea de alto y peligroso voltaje. Considerar a diputados, senadores, concejales, alcaldes o ministros como un grupo social vertebrado y con intereses comunes, que es la definición ortodoxa de clase, me parece un disparate aunque muchos de ellos crean que, efectivamente, con la cartera de lo que sea ( y esos trasnochados excelentísimos e ilustrísimos) le viene implícita una cualidad privilegiada y perenne.

No hay como perder unas elecciones para saber que no es verdad.

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