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josé Ignacio / Rufino

'Brexit'

EN un referéndum sobre la secesión de un territorio, dos factores se combinan en la mente del votante: las emociones y la racionalidad. Son conjuntos disjuntos, agua y aceite, aunque solemos disfrazar a uno de otro. Los sentimientos (amor, odio, complejo, melancolía histórica) se visten de objetividad, es decir, la subjetividad se disfraza de datos. Paralelamente, a un ciudadano lo que en verdad le interesa es el futuro de su bolsillo. Pero la inmensa mayor parte de las personas no conocemos los datos, ni mucho menos interpretarlos, por lo que nos tragamos y damos por cierto lo que otros nos dicen (que es exactamente lo contrario de lo que asegura el bloque opuesto, lo cual no hace sino confirmar que votamos por emociones de quita y pon y por razonamientos también postizos). Al final, los indecisos -¿los más sabios?- deciden. Eso sucede en Montreal y en Palafrugell; en Atenas y en Londres.

En el llamado Brexit, o salida del Reino Unido de la Unión Europea, el tradicional euroescepticismo británico, su singularidad insular y vocacional, su papel centralísimo en la Historia y la economía mundial desde hace siglos se ven potenciados por los riesgos que provienen del continente: inmigrantes comunitarios que consumen recursos públicos, refugiados musulmanes que, además de eso, no suelen integrarse, y no pocos odian el sistema que los cobija. Además, la atonía económica en la UE hace que ya la permanencia, aun con moneda propia, no interese (o parezca no interesar: no sólo nadie sabe qué podrá pasar, sino que la polarización es completa a la espera de los indecisos).

En el otro lado, el miedo. Muchos de los que trabajan en el gran activo comunitario que usufructúa el Reino Unido, la city financiera de Londres, temen que los nutritivos servicios financieros -un tercio del dinero del planeta se mueve allí, en buena parte gracias a su acuerdo con la UE-, así como la industria nacional, se ven amenazados con el proyecto contemporáne del Espléndido Aislamiento que mantuvo el Imperio Británico en el siglo XIX. Entonces, su política exterior se justificaba por el miedo a perder la soberanía imperial, lo cual eliminaba la posibilidad de comprometerse con sus vecinos. Ahora, para los partidarios de marcharse, la situación es la misma, pero el Imperio no es lo que era. (¿Se imaginan a Angela Merkel, con Hollande del brazo, gritándo a los británicos desde este lado del Canal de la Mancha: "¡Si me queréis, quedarse!", al modo de Lola Flores en la boda marbellí de su Lolita?)

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