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León Lasa

Camisetas a dos euros: lo que el ojo no ve

Detrás de ese precio no hay trabajo digno, pero un cómodo bloqueo mental nos impide conectar mercancía 'low cost' con semiesclavitud.

DESDE hace años procuro no perderme ningún episodio de ese desternillante programa -Lo que el ojo no ve- que después de cada sábado y domingo futbolero nos ofrece las anécdotas de la jornada, las ocurrencias estrafalarias de los aficionados, los chascarrillos de entrenadores y jugadores pillados in fraganti, y toda suerte de las extravagancias risibles que orbitan alrededor de un partido de fútbol. Casi siempre mejor que el partido mismo. No sólo en el fútbol existe aquello que el ojo no ve o no quiere ver. En muchos otros ámbitos de nuestra vida tienen lugar escenas que, por un motivo u otro, el ojo, la conciencia, no percibe. Como ocurre cuando vamos a comprar una camiseta por dos euros o tres pares de calcetines por cinco. Algunos no creemos que se deba poseer una inteligencia preclara para colegir que, detrás de una camiseta a tres euros o unos zapatos a quince, no debe de haber unos trabajos como los que cualquiera de nosotros querríamos. Pero parece -y es digno de un estudio psicológico- que un cómodo mecanismo de bloqueo mental nos impide conectar mercancía low cost con semiesclavitud. "No es mi problema", dicen algunas; "peor estarían sin ese trabajo", señalan otros.

Se calcula que nueve de cada diez artículos que compramos -no sólo ropa- terminarán en los próximos seis meses en la basura. Ésa es la duración media de la mayor parte de lo que compramos. Y es la duración también -en este mundo precario y prescindible- de los contratos laborales que se firman, si hay suerte: una cosa lleva a la otra. ¿O qué nos creíamos? Exponente máximo de todo ello es la industria textil. A mi provecta edad todavía recuerdo cuando comprar una camisa, un pantalón o unos zapatos era algo que requería un esfuerzo económico y una planificación familiar. Nie wieder. La industria textil, quizá el exponente más conspicuo del consumo low cost, ha hecho del usar y tirar casi un habito cotidiano (y nocivo). Es responsable del 20% de los residuos tóxicos que se vierten a las aguas; y cada español se desprende al año de unos siete kilos de ropa que ya no utiliza (lejos todavía de los 35 de cada estadounidense). Una verdadera locura que tiene su origen en que en la actualidad (tan ecológicos todos nosotros) compramos cuatro veces más ropa que en los años noventa, y ni digamos si hacemos la comparación con los ochenta. Y compramos infinitamente más ropa que no necesitamos -eso sí, de pésima calidad-, porque los precios se han abaratado hasta límites increíbles. La tercera cuestión -por qué se ha abaratado espectacularmente el coste de la ropa- creo que no se le escapa ni a mi hijo menor: las fábricas textiles se han deslocalizado; los costes laborales son ínfimos; las condiciones de trabajo y las consecuencias medioambientales, insoportables. Pero miramos para otro lado porque nos es muchísimo más cómodo. Siempre habrá una carrera solidaria que acalle la conciencia. P.S.: Quizá, como se ha escrito esta semana, se debía medir la calidad de vida de las ciudades por los cafés antiguos, silenciosos, que hay en ella.

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