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Alejandro Duque

Carlos Edmundo de Ory: no hay más verdad

Apareció en Jerez un nuevo número de la bella revista Campo de Agramante, dedicado en buena parte al recién desaparecido poeta gaditano Carlos Edmundo de Ory. Coincidiendo con la salida de la revista, su director, el también poeta y especialista en Ory, Jesús Fernández Palacios, ha hecho unas importantes declaraciones a Diario de Sevilla, en las que, entre otras consideraciones, dice que Ory se creía objeto de una "conspiración de silencio" orquestada por Vicente Aleixandre y José Luis Cano, desde Madrid. Conociendo como conocí a Aleixandre y a Cano, la frase me parece un despropósito.

¿Qué pasa, que estos poetas no tenían nada mejor que hacer en el Madrid de los años 50 que boicotear la poesía del prometedor postista? ¿Tal vez lo veían como una amenaza para su consagración poética? La afirmación carece de toda objetividad, por no decir de cordura.

Como tantas veces suele ocurrir, los que se sienten perseguidos son los verdaderos persecutores. Recuerdo muy bien, en este sentido, la reacción de Carlos Edmundo de Ory en un congreso de poetas andaluces que se celebró en Granada, al comienzo de la década de los ochenta. Aún vivía Aleixandre y su obra constituía uno de los núcleos de interés del congreso. Tras una representación muy bien seleccionada de poemas suyos, y mientras todo el teatro aplaudía conmovido, Ory se levantó del asiento y puesto en pie empezó a vociferar: "¡Fuera, fuera! Eso no es poesía. ¡Qué poemas tan horrorosos!". Todos los que nos encontrábamos a su alrededor, entre ellos Javier Lostalé y quien esto escribe, nos quedamos mirándolo y cada uno debió de pensar para sus adentros que la impostura y el desafío del postismo se mantenían cuarenta años después en aquel hombre ya entrado en la madurez con la misma exasperación que el primer día.

Lo que le sucedió a Ory en su devenir de poeta ha ocurrido reiteradas veces en nuestro medio poético: al fijar su residencia fuera de España, en Amiens, Thézy-Glimont y otras ciudades de Le Midi francés, se convirtió en un poeta invisible para los circuitos de poder y de decisión literarios. Y pese a la singular valía de su obra, original y rompedora, dejó de tenérsela en la consideración que por justicia estética merecía. Esa es la clave. Su coco no fue Aleixandre, de cuya prosa irracionalista de Pasión de la Tierra (1935) deriva un cierto Ory de la primera hora, ni Cano, como él imaginó con tiro equivocado -es más, Cano lo incluye en una antología de 1963-, sino su voluntaria marginalidad, libremente asumida y en rebeldía declarada contra el estatus oficial.

Postura valiente, qué duda cabe, que le excluyó de reconocimientos y premios bastantes años después de haber desaparecido Aleixandre. Fue el precio por querer ser "una ínsula extraña" en el panorama poético español del medio siglo. No hay otra verdad.

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