Acción de gracias

Cine-Club

Los rasgos que hoy definen lo que somos se gestaron en aquellas proyecciones, en aquellos debates

Pocos libros me han provocado la emoción que sentí mientras me adentraba en El olvido que seremos, que leí con un nudo en la garganta en algunos pasajes, abrumado por la autenticidad y la hondura que respira un relato real como ése, y por el sentimiento con el que Héctor Abad Faciolince retrataba a su padre, un médico que creía en las causas justas, con un amor -el afecto a los que se fueron, qué poderoso- que transpasaba las páginas y te noqueaba. El autor colombiano regresa ahora con Salvo mi corazón, todo está bien (Alfaguara), otra narración que te reconcilia con la vida, en la que el novelista escoge de nuevo a un hombre bondadoso y noble, el sacerdote Luis Alberto Álvarez, rebautizado como Luis Córdoba en la ficción, crítico de cine que visita la Berlinale y debate sobre Fassbinder y contagia en su entorno la pasión por las películas que ve y la música que escucha. Lo que hizo Álvarez, o su álter ego Córdoba, el Gordo para sus allegados, fue reivindicar la importancia de la cultura -o lo que es lo mismo: llevar la esperanza- en una Colombia vencida por la violencia y el desánimo.

En la entrevista que ofreció el miércoles a este periódico con motivo de la publicación del libro, Abad Faciolince -tan amable e inteligente como sus personajes en las distancias cortas- contó que había descubierto gracias a su obra que en muchos países, México, Italia y España, abundaron los sacerdotes que eligieron tras la apertura del Concilio Vaticano II otra forma de apostolado, conscientes de que una partitura barroca o una película francesa podían ser otras demostraciones de la existencia de Dios, de otro modo conectaban al espectador con lo sublime. El autor preguntaba también con interés por una figura de la que le habían hablado en su estancia en Sevilla, el padre Alcalá, y el Cine-Club Vida desde el que enseñó al público que existían otras formas de narrar más allá de las grandes producciones que ocupaban la cartelera, otros mundos y otras miradas más allá de los patrones convencionales.

No se lo confesé entonces a Abad Faciolince, pero la mención de aquel religioso me hizo remontarme a los años de Bachillerato, en los que el padre Alcalá organizaba, cada viernes, sesiones con joyas del cine -de la nouvelle vague, de Bergman, del neorrealismo italiano, pero también de Woody Allen: ahí vi por primera vez Hannah y sus hermanas- que los adolescentes indocumentados que éramos descubríamos con verdadero asombro. Hasta el otro día no comprendí todo lo que le debo -o le debemos, incluyo a los compañeros- a ese hombre, a su labor de divulgación: el amor por el cine, la apertura de miras, la curiosidad, los rasgos que hoy definen lo que somos, se gestaron en aquellas proyecciones, en aquellos debates.

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