La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Cines: un mapa de emociones

Recuerdo, una a una, las maravillas que me aguardaban tras las puertas de esos cines de Sierpes

Vi por primera vez Lawrence de Arabia y Lord Jim en el Cervantes; 55 días en Pekín y My Fair Lady en el Llorens; Los diez mandamientos y Ben-Hur en el Imperial; Petulia y El silencio de un hombre en el Rialto; América, América y Monte Walsh en el Palacio Central; Mamma Roma y Jules et Jim en el Trajano; West Side Story en el Florida; El Cid en el Coliseo; El Evangelio según Mateo en el Pathé; Un hombre para la eternidad en el Villasís; Solo ante el peligro en el San Fernando; La conversación en el Emperador; Amarcord en el Bécquer; El espía que surgió del frío en el Juncal; La muerte tenía un precio en el Nervión, El hombre que mató a Liberty Valance en el Prado de San Sebastián… Y podría seguir citando las películas que en mi infancia y juventud me han encantado, emocionado y/o enseñado, y los cines en que las vi.

Para mí la palabra cine nombra como algo indisociable la película y la sala en que la vi por primera vez: el lugar del encuentro. Por eso respondo a un lector que, a propósito de la breve evocación de la calle Sierpes de cines y librerías que hacía en mi artículo La ropa tendida y el pie de Boris, me reprochaba que situara en ella tres cines -Palacio Central, Imperial y Lloréns- cuando, según él, solo había uno, el Imperial, porque al Lloréns se accedía por Rioja, siendo la puerta de Sierpes de desalojo, y el Palacio Central no tenía ninguna. No es así.

El Palacio Central tenía una puerta, en la que colocaba el gran cartelón pintado, en O'Donell; la principal, con un gran vestíbulo, en Pedro Caravaca; y otra más, pequeña y raramente usada, aunque con su correspondiente cartel, en Sierpes. La que habitualmente se usaba era la de Pedro Caravaca; la de O'Donell a veces servía para acceder al entresuelo. El Lloréns tenía, ciertamente, su puerta más amplia, con un vestíbulo grande que comunicaba con un distribuidor igualmente grande en el que estaba el bar, en Rioja; pero tenía otra entrada con su correspondiente taquilla, portero y acomodador en Sierpes (un solo cine creaba más puestos de trabajo que un complejo actual con 10 o más salas). Y esa, la de Sierpes, era la puerta del cartelón pintado, la que se adornó con cortinajes cuando se estrenó My Fair Lady, y la que con más frecuencia se utilizaba. Lo sé porque recuerdo, una a una, las maravillas que me aguardaban tras esas puertas.

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