antonio montero alcaide

Escritor

Consumación en el Álcázar

Doña Leonor instó a su hijo para que consumara el matrimonio en el lecho que ella tenía en la cárcel

Con menos de dieciséis años, Pedro I es rey de Castilla y tiene que deshacer los agraviosos entuertos del concubinato de su padre, Alfonso XI, con Leonor de Guzmán, y la prole de diez bastardos que amenazaban su reinado incipiente. Sobre todo, su hermanastro Enrique II, con el que Leonor, ya apresada por Pedro I en el Alcázar de Sevilla, urde una boda.

Había de resultar difícil al joven rey, por tanto, dirigir los destinos de la corona cuando los lascivos amores de doña Leonor y la escandalosa incontinencia de don Alfonso XI, su padre, no solo apartaron al príncipe de los asuntos de gobierno, sino que atribuyeron poder e influencia a la nutrida prole de bastardos de la regia concubina por la ciega pasión del rey Alfonso, que pensó en repudiar a la legítima reina doña María. Por eso esta reprochó a su hijo, ya rey Pedro I, así como al canciller Juan Alfonso de Alburquerque, y ambos tenían razones para la obediencia aunque cuando un hijo es hecho rey deja de obedecer y pretende ser obedecido. Los recriminó, entonces, por el ligero régimen de prisión al que se sometía a doña Leonor en el palacio real: podía recibir a su hijo don Enrique a diario, así como acompañarse de otras damas y asistentes. Sobradas razones las de la reina porque doña Leonor, en un ejercicio de pesquisas y confidencias que solo puede explicarse por las latentes fidelidades a quien, en realidad, reinó durante años, consiguió valérselas para que su hijo mayor, don Enrique, contrajera matrimonio, a escondidas y en la propia prisión, con doña Juana Manuel, biznieta de don Fernando III e incluso posible contrayente del propio rey don Pedro si la coyuntura, prima hermana de la oportunidad, lo hubiera permitido. Tan intrépida fue su audacia, que doña Leonor instó a su hijo para que consumara el matrimonio en el mismo lecho que ella tenía en la cárcel, y se sentó a su lado, maestra como era en el apetito de la lascivia, para animarle en el deleite.

El rey se rebotó de furia, al percatarse de que doña Leonor Guzmán no cesaba en sus intrigas y maquinaciones, y resolvió que el exhausto infante de la consumación reposara sus sofocos también encarcelado. Aunque sabido es -o, al menos, fácil de constatar- que no se puede estar, a la vez, durmiendo y en vela -tal como pensaba Saramago en coincidencia aproximada con Cela-, don Enrique había dispuesto su huida, una vez paseada doña Juana al trote y al galope en la cabalgadura del lecho, y hasta una máscara de cuero para pasar desapercibido en un buen trecho, con la intención de afincarse en sus dominios asturianos y urdir, como asimismo había aprendido de las enseñanzas de su madre, las complicidades, las inquinas, las envidias o las alianzas convenientes para soliviantar y, al cabo, hacerse fuerte, tal como lo fue con la predilección de don Alfonso XI. Que, sobra decirlo pero viene al caso, también cabalgó, con placenteros desmayos, junto a la deleitosa amazona de su prolífico concubinato.

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