ESTO no es un programa de cocina. Más bien es un programa sobre el tiempo y la excelencia bajo condiciones de presión; una remilgada prueba del Un, dos, tres o unas refinadas oposiciones públicas, con el sieso de Alberto Chicote creyéndose que todavía está en Pesadilla en la cocina. Hay comida y fogones, pero las proteínas son el adorno, la excusa. Topchef es una parábola sobre la aptitud y la actitud, sobre el trabajo y la perfección. Un lance de la vida misma para identificar los buenos de los churretosos profesionales. Y la calidad humana también juega. Para crear vida. Por eso en el puchero de egos han metido a algún presuntuoso que se ve venir de lejos, a unos cuantos trepas, a una llorica insegura que caerá a las primeras de cambio o a esos calmados sabios, maestros de toda la vida, cuyos ejemplos no servirán para aprender cómo encarar un reto y un reloj.

Topchef es Masterchef VIP (da igual quién nació antes en el extranjero) y la atención que ha despertado surge del buen sabor de boca que dejaron los cocinillas de La 1. El jurado es una pura traslación y los concursantes andan más sobrados por los galones que dicen lucir. Boomerang ha cuidado mucho la producción y la posproducción del banquete de Antena 3.

Y todo talent show español que se precie ha de llevar su ración imprescindible de andaluces, pero el único cocinero de aquí recibió un buen corte del tirón. Una cosa sangrante. En el debate posterior el sevillano Enrique Lozano estropeó su entereza echando balones fuera y culpando a quienes no debía. Estaba justificada su eliminación.

La porción andaluza la sirve de sobra el chef Ángel León, afable, intuitivo, formal y con su rotundo acento portuense a cuestas junto a su pasión marina. No va de gracioso (él nunca ha ido de gracioso), lo que le agradecemos. A él le corresponde trasmitir que el talento culinario no entiende de latitudes ni de meridianos.