NO me refiero a las imágenes de alguna explosión en Bagdad, o a las de la hambruna de Darfour, que hacemos por no ver (ejemplos del Infierno en la Tierra), sino al milagro que durante hora y media me hizo habitar el Paraíso catódico hace unas noches.

Había vuelto yo a mi hotel barcelonés tras una sesión de trabajo en una editorial, y después de tomar una frugal cena y un par de cervezas hurté la vista a las lecturas que me aguardaban en la mesita de noche y, haciendo novillos, me puse a curiosear la televisión en busca de emisoras que habitualmente no veo. Me sorprendí entonces del gran número de cadenas en catalán, me quedé embobado con el siempre cautivante acento argentino del flamante Premio Cervantes Juan Gelman, atendí a los titulares de un noticiario británico, me encontré a Roberto Benigni en la pantalla hablando, literalmente, la lengua de Dante.

No supe entonces que me disponía a vivir uno de esos momentos que salvan a la televisión de toda su bazofia, y que muestran que otra forma de entretenimiento es posible. En la RAI Uno, el protagonista y director de esa película inolvidable, La vida es bella, llenaba la pantalla con lo que enseguida me di cuenta era la glosa de un Canto de la Comedia. Es un cómico, en el sentido más etimológico y digno de la palabra, Benigni, y sabe mover los resortes del humor, de la emoción, yendo de lo sublime a lo familiar. No contaba chistes ni era víctima de alguna astracanada a la italiana, sino que explicaba los tercetos dantescos de una manera expresiva, acercando el gran poema bajomedieval a un público del siglo XXI que lo escuchaba extasiado y que de vez en vez lo interrumpía con sus aplausos.

Era la historia de Paolo y Francesca lo que contaba (canto V); y comentaba el amor, citaba fuentes, establecía relaciones con Virgilio o, en un momento extraordinario, con Jesucristo, meras notas marginales, pero riquísimas, a lo que luego vendría, y de qué modo: la recitación (sin apoyarse ni una sola vez en el texto desplegado en el atril) de unos endecasílabos rotundos, llenos de significado, incomparables.

A veces hacía bromas, quitaba solemnidad al verso, manejaba con donosura ese recurso que tan bien conocemos en las obras de Shakespeare, el comic relief que hace más llevadero lo profundo. Pero con qué sensibilidad lo hacía todo: ponderar y alabar los versos, desvelar su misterio sin que éste se perdiera, explicar de modo ameno, sin ínfulas, humilde.

Ni que decir tiene que mi pericia con el italiano es escasa; que aunque lo leo sin especial dificultad como un español puede hacerlo, estoy lejos de dominar la lengua. Y, sin embargo, permanecí delante del televisor, hipnotizado y tal si se me hubiera posado una paloma o lengua de fuego en la cabeza, comprendiendo cuanto decía Benigni. Un actor que hablaba al corazón a más de diez millones de italianos que (he leído después) siguieron su programa, con una cuota de pantalla como hacía tiempo que no tenía la RAI, en acogida espléndida que ha causado asombro.

Yo no he visto a nadie predicar de este modo la religión de la poesía. Cierto que Dante ha entusiasmado siempre a grandes poetas, que le han dedicado series sonetísticas, como Longfellow, o ciclos de conferencias como Borges. ¡Pero hablar así al gran público! Sin la erudición del argentino y su pose de aedo, pero con una fuerza tremenda, Benigni fue virulentamente contagioso en el amor por Dante y, lo que es más, por la poesía.

Y esto, ay, me hizo recapacitar sobre lo difícil que sería que en hora de máxima audiencia, un jueves por la noche, televisión pública alguna diera en España un programa como aquél, demostrando que la literatura puede ser placentera. ¿Podría hacerse en España algo similar? ¿Con el Mío Cid, pongo por caso? El octavo centenario del cantar está pasando sin pena ni gloria (sin duda tiene mucho que ver en ello, inconfesable e incomprensiblemente, la corrección política). Qué mundo de contrastes: su emoción llega intacta a uno de los cantos del norteamericano Ezra Pound, que tituló precisamente así, cantos o cantares (por el Cid), a sus poemas épicos. ¿Podríamos soñar con que un gran actor español desgranara los versos del poema castellano en la pequeña pantalla, con entusiasmo y rigor, con temblor poético? No hacía ni una semana que había muerto el gran Fernán Gómez. ¿Qué otro poeta español podría hacer lo que Benigni? Pero lo más difícil es esto: ¿podrán los directivos de televisión, sólo pendientes de sus shares y sus chairs (aquí cuando adoptamos palabras extranjeras tomamos las burdas), seguir el ejemplo? El ministro de Cultura, poeta él mismo, tiene dónde fijarse para reflexionar y ver cómo trasladar la lección de esta experiencia a España. Ojalá lo haga. Lo pido por hedonismo.

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