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Debates a ciegas

El año que Julio Anguita sufrió un infarto hubo que pedir permiso a la Junta electoral para contarlo

Una vez se me ocurrió que, como en las oposiciones, las propuestas que se debatieran en las Cortes y parlamentos autonómicos recorrieran un primer tramo sin denominación de origen. O sea, sin el nombre del grupo político que las sostuviera. Lo hice desde estas páginas donde tan libremente me dejan andar, aunque me pierda a veces por los Cerros de Úbeda, ese limbo tan nuestro. Obviamente no pretendía que se me hiciera caso, pero sí corroborar esa vieja máxima que asegura que lo importante no es lo que se diga sino quién lo diga. Una ley del embudo que se aplica rápida y eficazmente, con más suerte que sus hermanas, las escritas, aquellas cuyas sentencias tardan lustros en ver la luz.

Ahora que ya estamos metidos hasta las cejas en campaña -máxime la de unas elecciones que deberían llevarnos a lo concreto, a los programas que definan el tipo de ciudades y pueblos que queremos habitar- me vuelve aquella ocurrencia (las he oído peores, aventuro que las oiremos peores estos días y no es una disculpa), en este caso aplicada al animado y animoso mundo de los debates. Seguimos sin dar una salida de consenso a los tiempos que cada partido debe tener en ellos en particular y en los espacios de la tele y la radio públicas en general. Nada que objetar sobre los miniprogramas que acogen videos y montajes de los partidos de propaganda electoral, pero sí reticencias sobre cómo afecta al fondo y forma de los asuntos ese corsé estrecho que lastra los encuentros entre adversarios y hace dormitar a los espectadores. Es cierto que contagiados por las privadas (no el circo de muchas, con gritos y aspavientos donde gana el que más provoque, ya sea adhesiones o repulsa) hemos visto en los debates de las últimas elecciones algo más de agilidad y un reparto igualitario entre unos y otros, pero tengo clavada en la memoria alguna consecuencia chusca de la obligación de aplicarle un tiempo a cada partido, según resultados de los últimos comicios, incluso en la inforamcion de la actualidad pura y dura. El año que Julio Anguita sufrió un infarto, como ese día no le correspondía tiempo a su formación, hubo que pedir permiso a la Junta electoral para contarlo. Menuda barbaridad y vaya bofetada al sentido común. Por eso para animar el cotarro, no me digan que no estaría bien que los presentadores en lugar de dejar a los participantes a su bola, desde la simple enunciación del tema (movilidad, limpieza, turismo, igualdad, empleo) se les invitara a comentar propuestas, sin decir quién la hace. A pecho descubierto. A lo mejor sin saber de quién viene la idea, las respuestas serían muy otras.

O no. Lo que está claro es que sería mucho más entretenido y me atrevo a decir que incluso tendría su punto de emoción. Hasta habría consensos inesperados. O caerían caretas. Un verdadero talk show.

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