Paisaje urbano

Eduardo / osborne

Derbi a la vista

ALGUNOS amigos me insistían en que escribiera sobre el último éxito de nuestro equipo en Varsovia, pero yo me resistía. Tampoco está la cosa para perder lectores, les respondía medio en broma. Ciertos temas de la ciudad son material sensible, y más vale andarse con pies de plomo. Lo he pensado mejor, y qué menos que quien tiene la suerte de asomarse por aquí cada miércoles no calle, y más cuando nuestros vecinos también alcanzaron su orilla con solvencia. Dicho lo cual, me atrevo hoy a tocar los cables de la rivalidad sin ánimo de provocar ningún cortocircuito.

En el camelo de la ciudad dual, los que hemos caído del lado apolíneo (otra pamplina) disfrutamos de una posición que no podíamos ni imaginar, como si un generoso dios pagano nostálgico de Juan Arza se hubiese instalado en las entrañas de Nervión, y nos devolviera de golpe los títulos que se tragó la historia. Pero pasada la borrachera viene siempre la resaca, las bufandas ya descansan en los altillos esperando los últimos calores del verano, y desde Heliópolis se oyen tambores que anuncian batalla con bríos renovados, o eso parece. Y lo hacen con esa algarabía voluntarista tan de ellos. Siempre ha llamado mi atención esa habilidad para buscar su identidad en mitos y leyendas más allá del palmarés que nosotros, más prosaicos, no alcanzamos a comprender.

Se palpa en las conversaciones de los bares, en el súbito verdeo de las plazoletas blancas donde los niños juegan a la pelota, en los mensajes que escupen las redes sociales. Y como te descuides, te sueltan desafiantes su retahíla: las treces barras, el equipo del pueblo, la madre del Rey (la abuela, digo), la Duquesa, y Romero, y Morante…. Y uno tiene que rebuscar algo de diplomacia en los restos de su educación ignaciana para no entrar a discutir tamaños argumentos. Que si me alegro mucho, que si es bueno para la ciudad que los dos equipos estén en primera… si de lo segundo albergamos serias dudas, lo primero no llega a mentira piadosa.

La rivalidad, y aquí más que en ningún sitio, es un virus inofensivo que te inoculan desde chico y dura ya de por vida. Afecta a grandes y pequeños, ricos y pobres, nerviosos y templados, y su carga emotiva de pasión sobrevuela amistades y parentescos. Después Dios proveerá, pero nadie quedará tranquilo hasta que el dichoso derbi termine. Así ha sido siempre, y esto no hay copa ni título que lo cambie.

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