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EN el tiempo de las vacas gordas -y locas- todos, o casi, hemos cometido errores. Ahí está el gigantesco despiporre inmobiliario para acreditar hasta dónde llegó el desvarío de una sociedad que, engañada o no, se creía instalada en la bonanza eterna. Ahora, cuando se multiplican las ejecuciones hipotecarias y la realidad nos enseña su durísima lección, ya sólo cabe aprender para coyunturas venideras. Pero, con ser incomprensible y revelar una suerte de alucinación irresponsable y colectiva, aún tiene más disculpa que otros derroches que, por provenir de instancias teóricamente más rigurosas y preparadas, alcanzan el máximo grado de estupidez.

Ha sido noticia en estos últimos meses el absurdo mapa aeroportuario español. Con dinero público, y por tanto nuestro, se han acometido obras prohibitivas e inútiles, con el único y efímero beneficio de la consabida medalla que, en su día, se colgaron los políticos de turno. Era fácil tirar con pólvora del rey cuando, además, se navegaba a favor de la sempiterna corriente del orgullo localista, tan acrítico como ruinoso. Hay ejemplos verdaderamente indignantes: en Castellón se han despilfarrado 150 millones en un aeropuerto en el que, siendo el tercero en 200 km. a la redonda y estando a 72 del de Valencia, no opera apenas nadie; el de Huesca (40 millones) sólo da servicio durante tres meses al año; en Lérida se enterraron 90 millones para dos vuelos por semana; el de Ciudad Real costó un poquito más (1.100 millones), está preparado para dos millones de pasajeros y el pasado año fue utilizado por 33.000.

Junto a los aeropuertos infrautilizados, las ampliaciones irracionales: en El Prat, Tenerife Sur, Málaga, La Palma, Alicante o Zaragoza se han dilapidado cientos de millones en obras innecesarias, dada la actual falta de demanda.

Y es que la borrachera ha sido de órdago: tampoco tiene explicación que España sea el segundo país del mundo -China nos gana- en alta velocidad ferroviaria. Ni les cuento lo que opinan del logro nuestros financiadores europeos, lo que se ríen cuando conocen el destino de líneas tan lógicas como la recién suprimida -9 viajeros al día de media- Toledo-Cuenca-Albacete. O, ¿para qué seguir?, la alegría que experimentan porque nos hayamos colocado a la cabeza en el ranking universal de kilómetros de autopista por habitante. Todo un vanidoso alarde de poderío que pagaremos, ya avisan, con sangre.

Tiene el contribuyente derecho a preguntarse con qué criterio se han asumido esos gastos, qué estudios de viabilidad los soportaban y cuánto de perra política hubo en las respectivas decisiones. Como también tiene, al menos a mí me lo parece, total legitimidad para exigirles responsabilidades de todo tipo, incluso penales, a cuantos juguetearon con nuestro dinero y levantaron carísimos e inservibles castillos en el aire. Ojalá esta vez lo hagamos, si quiera sea por aquello del escarmiento.

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