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CHENOA somos todos. Esa ha sido la conclusión a la que he llegado después de haber sido testigo de uno de los momentos más esperados de los últimos diez años y tras llevar casi una semana escuchando hablar del mismo tema. Sí, Chenoa somos todos, aunque no lo somos por creernos los reyes de la empatía y afirmemos sentir en nuestras propias carnes lo que la muchacha experimentó al cantar con su ex novio. Chenoa somos todos porque así lo quisimos nosotros, porque depositamos en ella la responsabilidad de devolvernos ese pasado rosa que anhelamos y porque focalizamos en ella nuestras frustraciones presentes.

El pasado lunes, media España se colocó delante del televisor con la misma expectación que un niño la noche de Reyes. El morbo nos hizo especular, actuación tras actuación, sobre cómo sería el encuentro entre Chenoa y el de los rizos. ¿Se tocarían? ¿Se besarían? ¿Harían el amor allí mismo para deleite de los espectadores? Esa fue nuestra forma de camuflar nuestro verdadero sentimiento. Nosotros, tan pendientes de la vida ajena, queríamos que Chenoa se reconciliase con su idealizado -por nosotros, claro- pasado para restituir de ese modo el nuestro y devolvernos esa felicidad que sentíamos allá por el 2001. Como si de haberse materializado ese beso que no fue -y que generará debate hasta el día del juicio final- hubiéramos retrocedido en el tiempo. Como si, de repente, volviésemos a tener más pelo, fuésemos más jóvenes, tuviéramos menos barriga y el amor todavía hiciera volar mil mariposas en nuestras barrigas. Por eso aquel beso era tan importante. Porque, como en los cuentos en los que el príncipe despierta a la princesa sólo con rozar sus labios, habríamos vuelto a la vida si Chenoa le hubiese plantado un morreo a Bisbal. De ahí el enfado de media España que, dormida, vio en Chenoa a esa hada madrina capaz de transportarnos a ese punto de nuestro pasado en el que Escondidos sólo era la banda sonora de nuestros verdaderos romances no televisados.

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