¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Humorismo

Parece claro que el término humorista ha sufrido un desolador deterioro en los últimos tiempos

Julio Camba, en una imagen de archivo.

Julio Camba, en una imagen de archivo. / DS

LOS huecos libres de estos últimos días los he ocupado con la lectura de Julio Camba, una lección de periodismo, obra del profesor de la Universidad de Valencia Francisco Fuster que mereció el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2022, otorgado por la Fundación José Manuel Lara. El volumen es un ameno recorrido por la vida y obra del que sin duda es, junto a otros como Josep Pla o César González-Ruano, uno de los más brillantes nietos de Larra, padre de la literatura periodística sin la cual es imposible comprender la historia de la cultura española de los dos últimos siglos. Todos sabemos que las páginas de los periódicos albergan muchas veces mejor literatura que gran parte de las novelas con las que el sector editorial se empeña en deforestar el planeta, pero esa es ya otra cuestión que ahora no nos incumbe. Yo (y el uso de este egocéntrico pronombre personal es un homenaje a Camba, el gran introductor del tan denostado yoísmo en nuestro articulismo) lo que quiero resaltar es que a Camba siempre se le conoció como “humorista”. Si Azorín, Dámaso Alonso o cualquier otro dios de nuestro Olimpo literario escribía sobre él, lo hacía calificándolo como “humorista”, lo cual no suponía ninguna merma en su prestigio como juntaletras. Todo lo contrario. Como humorista, se le invitó a ocupar uno de los sillones de la Real Academia Española, algo que él rehusó argumentando que no necesitaba un sillón, sino una casa (noblesse oblige). Sin embargo, parece claro que el concepto ha sufrido un desolador deterioro en los últimos tiempos. De hecho, si usted llama humorista a cualquier escritor mínimamente competente lo considerará un insulto. ¿Qué ha pasado? Sólo hay que darse un paseo por las cadenas de la televisión para ver que el humor ha quedado reducido a una serie de ocurrencias histriónicas, pienso barato para audiencias lobotomizadas. Descanse en paz.

Para consolarnos de tanda pérdida, para enjugar nuestras lágrimas de consumidores de gracietas, nos quedan los libros de Camba, lo cual no es moco de pavo. Pero mucho nos tememos que a la literatura del autor de La ciudad automática le terminará pasando lo que al gallego, quien acabó arrumbado en una pequeña habitación del Palace, rodeado, como nos recuerda Francisco Fuster, de su colección de bastones, de sus botellas vacías, de sus libros de viejo, de sus cientos de corbatas manchadas, de sus zapatos viejos, de sus recuerdos de aquella generación de periodistas que (la idea es de Muñoz Molina) está marcada por el jazz y el Orient Express. Y de fondo sonará la TV y las carcajadas del personal. “Qué arte tienes quillo, qué arte más grande” se oirá decir.

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