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La Iglesia, la gran perdedora

El ejemplo de la comunidad benedictina del Valle de los Caídos contrasta con el sometimiento de la Iglesia

Pocos católicos saben que existe, desde el siglo XIV pero reglamentada por san Pablo VI en 1966, la Suprema Orden de Cristo. El papa Montini reservó esta condecoración, la mayor de las pontificias, a reyes y jefes de Estado católicos que se distinguieran con "méritos especialísimos hacia la Iglesia y la religión católica". A ella ha pertenecido un conjunto siempre muy escogido de grandes personalidades: Adenauer, Balduino de Bélgica, De Gaulle, los presidentes italianos Einaudi y Segni, el irlandés Eamon de Valera, entre otros... y un tal Francisco Franco, que quizá les suene a ustedes.

Esta perspectiva es necesaria para comprender el profundo disgusto de muchos católicos, incluso sin saber de la existencia de esta distinción, con la actitud de la Jerarquía en relación con los hechos de El Valle de los Caídos que todos conocemos. El removido de su tumba contra la voluntad de su familia y de la comunidad que custodia el templo -aspectos hasta ahora esenciales para determinar la actitud de la autoridad eclesiástica ante una exhumación- podría haber sido enemigo de sus enemigos -como no digamos De Gaulle o un De Valera, que fue condenado a muerte por rebeldía y terrorismo- pero en la opinión objetiva de la Iglesia se trataba de un católico que le había prestado servicios especialísimos, sin duda históricamente mayores que cualquiera de los arriba mencionados. Un caballero de la Suprema Orden de Cristo que no se hubiera llamado Franco, ¿hubiera recibido el trato displicente y acomodaticio que su caso ha obtenido de la Jerarquía? Los católicos españoles tenemos todo el derecho a preguntarnos qué motivos de prudencia, temor o cálculo han acompañado esas incomprensibles actitudes de doblegamiento ante el oportunismo político y ante un odio implacable que no serenan los años. Pero no se nos ofrece explicación alguna, de modo que corren libremente las interpretaciones, siempre en perjuicio de la Iglesia y de sus pastores.

No es el ángulo político el que esta vez me preocupa y fundamenta mi opinión, sino el estrictamente religioso. Y desde mi modesta posición veo que por su incomprensible actitud de sometimiento la Iglesia española es la gran perdedora en todo este penoso asunto. Espero que la desafección que tantos detectamos no se transforme en algo peor, y que el gran ejemplo de dignidad ofrecido por la comunidad benedictina de El Valle ayude a sanar a los afligidos y afirme a los que ya vacilan.

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