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La ciudad y los días

carlos / colón

Manolo Ortiz

ES hoy, primer día de Quinario al Señor del Silencio en el Desprecio de Herodes, cuando quiero recordar a Manolo Ortiz Díaz, fallecido el penúltimo día del quinario del Señor del Gran Poder, su gran devoción. No escribo su "otra" gran devoción porque podría pensarse que en su vida cofrade hubo algo más que los azulejos del cuartito bajo, la ojiva, el Sagrario, las tres naves mudéjares, la sacristía, las estrechas escaleras que llevaban a la antigua casa del capiller y al coro de San Juan de la Palma. Ese mundo que conocía desde la punta de la espadaña al último recoveco y cuyo corazón era y es el Señor del Silencio y la Virgen de la Amargura. El Gran Poder era su devoción, y fue nazareno suyo muchas madrugadas. Pero San Juan de la Palma era su vida.

Nació con el destino cofrade sellado, como tantos de nosotros. Pero hay un momento en la vida en que la herencia recibida por razón del lugar de nacimiento o de la familia debe asumirse como cosa propia. El padre de Manolo Ortiz Díaz fue, junto a su tío Pepe y al entonces hermano mayor Rafael Montaño, uno de los pocos valientes que salvaron a la Amargura escondiendo en el almacén de Carlos González Campos a la Virgen del cajón cuya fotografía tanto humilla a Juan Manuel y a Cayetano, porque nunca estuvo la Amargura más trágicamente hermosa que cuando sólo la vistió su dolor. Su tío fue el gran Luis Ortiz Muñoz. Él asumió esa herencia dedicando su vida a la Hermandad como prioste, como mayordomo y como lo que hiciera falta. Hasta el punto de que contar su vida es contar más de medio siglo de historia de la Hermandad de la Amargura.

Por eso en su funeral el Padre Nuestro sonó tan amortiguado como si se dijera bajo un antifaz blanco, en la Comunión parecía que era Braña quien dirigía Amargura y el incienso olía a cigarro puro. Si la estación de penitencia de la Amargura termina cuando el palio arría en el presbiterio, la estación de vida de un hermano de la Amargura termina cuando su féretro arría en ese suelo bendecido, madrugada de Lunes Santo tras madrugada de Lunes Santo, por el palio de la Amargura.

Quítate el antifaz, Manolo, estírate poniendo las manos sobre el áspero esparto, relaja tu alma dolorida y démonos un abrazo. Terminó tu estación de vida. Ya saliste por última vez por esa ojiva que nunca podré cruzar sin recordarte; por esa ojiva que los de San Juan de la Palma cruzamos por primera vez en brazos y por última vez a hombros.

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