La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Tablada, zona libre de pelotazos
Doy curso por escrito a esto que vivo por si acaso a ustedes también les pasa: llegados a este punto del año y el mercurio, me transformo en marinera en casa, que es mucho más –ay, Rafael– que serlo en tierra. Marineros en tierra aquí lo somos desde que empezó a irle regulinchi a nuestro Lacus Ligustinus o Golfo Tartéssico, que besaba las pantorrillas del Aljarafe y los Alcores. Desde entonces, los libertos hispalenses nos buscamos la vida estival desde el Guadalquivir al Atlántico (con perdón) en insulae o pisos-playa donde van a dar el taquillón, la vieja olla exprés y el antiguo cabecero de la cama.
Pero los oficios de la marinería doméstica a la que me refiero son otra cosa. Consisten en, llegada esta época, llevar la residencia habitual en la ciudad como quien lleva una galera en vez de una casa. Desde que me levanto me dedico a soltar toldos, encender a toda vela los ventiladores de techo, averiguar el ángulo del sol y por qué lado de la casa sopla la más mínima brisilla. El termómetro digital y el reloj de la cocina son el panel de control. El hogar, palabra vinculada a la lumbre, deja de serlo, pues no trato de preservar el fuego en su centro sino más bien extinguirlo. Hervir unas papas o poner la lavadora es jugarte el control de la cóncava nave, que por ahora navega con cierta estabilidad térmica lo menos hasta el mediodía. Con el astro en su cénit comienza la tormenta solar que me obliga a cerrar escotillas por babor, mientras que aún no pueden abrirse las de estribor. Zozobra la nave, y en pocas horas toca inmersión, por este orden: cierre de visillos, después cortinajes, y al rato ventanas y postigos. Comprobamos que los ventiladores de techo continúan viento en popa antes de reforzar su acción con un golpe de aire acondicionado, que será vital para acabar de hacer las papas y recuperar las constantes vitales después de subir a cubierta a tender la colada. Tras la comida, refrescón del suelo con la fregona, velas desplegadas, penumbra absoluta. En el siguiente tramo conviene ser cautos; la cabeza ni los miembros obedecen a los quehaceres en esta sala de máquinas, y ahí fuera, jugándosela, esperan el envío de este artículo, el informe de lectura, la sesión del taller literario. Si es necesario atracar en algún puerto y tocar tierra, conviene amarrar la oscuridad dentro. Ítem, recomiendo el abordaje de otras casas-galera pertrechadas de jardín y pérgolas. A la noche toca recoger velas, abrir compuertas, baldear cubiertas, regar las plantas y, en el balcón como una gavia, ante el primer atisbo de vientecillo, ser mascarón de proa. Ya es verano metereológico en Sevilla. Principia esta escuela de mareantes de andar por casa. Les deseo buen rumbo, la piedad de los dioses y el abanico de las pestañas de la mismísima Nausícaa.
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