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Rafael / Padilla

Maternidad tardía

ES un fenómeno cada vez más frecuente: hoy, son muchas las mujeres que posponen la maternidad a edades avanzadas. Eso, que desde luego tiene que ver con la seguridad perseguida, presenta sin embargo un buen número de inconvenientes y sólo alguna ventaja. Si de reparos hablamos, éstos son fundamentalmente médicos. Aunque no es fácil establecer la edad ideal para procrear, los especialistas parecen de acuerdo en distinguir según que el cálculo se refiera al hijo, a la madre o a la estructura social. Para el crío, dicen, la mejor edad es 21 años: las mujeres nacen con una determinada cantidad de óvulos; los mejores se liberan antes; por consiguiente, si el hecho se retrasa, aumentan progresivamente los riesgos. Para la madre, la edad adecuada es 31 años: así, al menos, lo han revelado estudios que destacan que las mujeres que llegan a la maternidad en esa edad son estadísticamente más longevas que las que tienen hijos antes de los 30. Por último, si lo que tenemos en cuenta es el óptimo social, la edad idónea es 34 años: se trata, entonces, de madres con mayor poder adquisitivo, con más experiencia y confianza en sí mismas, listas y dispuestas para centrarse en el niño.

No me olvido de que el asunto es cosa de dos: la edad del padre es por supuesto de relevancia, multiplicándose los inconvenientes cuando ésta aumenta. Un ejemplo entre otros conocidos: la posibilidad de que el hijo sufra esquizofrenia en la edad adulta se triplica cuando el padre tiene más de 50 años.

Aun así, el efecto de mayor calado no es el biológico, sino el sociológico y el psicológico. Al tener hijos demasiado tarde se rompe el equilibrio del ciclo intergeneracional: su adolescencia va a coincidir con la vejez de nuestros propios padres, provocando una necesidad simultánea de cuidados a dos puntas que acabará desesperando al más sereno. Las desventuras sin fin de la "generación sándwich", sabidas y soportadas por tantos, me eximen de ulteriores explicaciones.

Es cierto, y ésta es la ventaja, que los hijos con padres mayores suelen crecer en un ambiente más armónico. Pero, al tiempo, sin duda están condenados a perderlos bastante más pronto. Se trata, entiendo, de una expectativa psicológicamente insana para ambos: los hijos ya no vienen al mundo con un pan, sino con una pensión de orfandad debajo del brazo. Y eso, respetando la libertad de cada cual, mírese por donde se mire, puede calificarse de todo menos de natural.

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