Morir en Sevilla

Las razones universales de la muerte se mantienen allende los siglos

No hará falta mucha explicación sobre la diferencia entre dos sevillanas formas de morir. Así, sin contemplaciones de alivio. Una es la expresiva, que conduce a la proclamación, tan exaltada como ensimismada, de “en Sevilla hay que morir”. Y otra la debida a particulares razones de la muerte en Sevilla, cuando la historia, con la negra contabilidad de las epidemias, da para el afinado rigor de los historiadores.

Entre éstos, Manuel González Jiménez descuella sobremanera; principalmente, en lo que corresponde a los últimos siglos de la Edad Media y a los reinados de Fernando III y Alfonso X el Sabio. Desde el sereno otero de sus bien cumplidos años, con el repartido y extenso magisterio a numerosas promociones de investigadores que adoptaron su escuela como Catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Sevilla, este historiador carmonense acostumbra a hacer relecturas de la historia, en nada asimilables al conceptualmente impropio ejercicio de la memoria histórica.

En el Boletín de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, de la que Manuel González fue director, además de presidente de la Sociedad Española de Estudios Medievales y autor de centenares de trabajos y publicaciones con destacados premios y reconocimientos, aparece un artículo, del año 2008, titulado “Morir en Sevilla”. Y las eruditas a la vez que didácticas maneras del historiador –reunirlas no resulta nada fácil y es uno de sus méritos notorios– se aplican al análisis de la muerte en Sevilla, cuando la pestilencia y otras desgracias acompañantes diezmaban la población.

De ahí la necesidad de remedios para el cuerpo y el alma, que acudían tanto a la medicina como a la literatura, en el género de las danzas de la muerte. Dos textos relacionados con Sevilla centran, por ello, el interés del historiador. Uno es el tratado De sevillana medicina, escrito por Juan de Aviñón, médico de origen judío que se estableció en Sevilla  poco después que la peste negra, entre 1348 y 1350, se cebara en mortífera demasía con sus habitantes.

Las mortandades de sucesivas pestilencias llevaron a que, en uno de los primeros censos de Sevilla, de 1385, se registraran aproximadamente 15.000 habitantes, casi los mismos que habría, señala Manuel González, en 1253, cuando Alfonso X, más de 130 años antes, repartió casas y tierras entre los nuevos pobladores. Tal fue el efecto de la ingente recluta de la muerte pestífera.

Definió el médico Juan de Aviñón la mortandad de este modo: “Muerte no natural que acaece en la especie humanal de parte del aire corrupto, de dolencia universal semejante”. Pensaba en la peste, pero hagámoslo ahora en el virus. Se trata, al cabo, de una universal razón de la muerte, cuyas representaciones se mantienen allende los siglos. Que así concluye Manuel González: “La idea medieval de la muerte como corrupción de la belleza, como final de los placeres de la vida y antesala del terrible día del Juicio divino, seguía estando viva y actuante en la mentalidad de los sevillanos. Y seguiría estándolo por mucho tiempo, aunque fuesen otras las manifestaciones plásticas de su carácter terrible e inevitable”.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios