Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Normalidad

EN su meritorio esfuerzo por alcanzar las más altas cimas de la miseria, sobre todo ahora que los tenemos de nuevo en campaña, nuestros políticos, veteranos o debutantes, se empeñan todo el tiempo en demostrar que son personas normales, tan perfectamente corrientes o anodinas como el proverbial vecino de enfrente. Hasta donde uno sabe, la normalidad es un concepto puramente especulativo -pues en la práctica todos somos felizmente extraños, irreductiblemente singulares- y por eso quien se lo aplica, en el fondo, no está diciendo nada, ni bueno ni malo, pero afirmar que se pertenece a ese segmento tan indiferenciado como fantasmagórico de la población parece que otorga, a falta de mayores concreciones en los aspectos más comprometidos o realmente significativos, un marchamo de confianza.

Podría pensarse que esta insistencia viene de un saludable recelo hacia los individuos que se creyeron providenciales, superhombres o hasta semidioses de virtudes supuestamente extraordinarias, pero si algo ha caracterizado, por acudir a un ejemplo extremo, a los dictadores contemporáneos, ha sido más bien su vulgaridad incontestable. Desde antiguo el populismo, de uno u otro signo, ha apelado al llamado hombre de la calle, aunque no sea fácil precisar las cualidades que hacen de este una categoría reconocible. Prestar oídos a sus demandas, asumiendo que sea posible identificarlas como efectivamente representativas, lo que no siempre está claro o depende en exceso de una ciencia tan falible como la estadística, es una condición obligada en las sociedades democráticas, pero una cosa es seguir el criterio de la mayoría y otra, poco o nada decorosa, dedicarse sin pudor a halagarla.

A juicio de quienes los asesoran, los candidatos a gobernantes deben mostrar cercanía hacia el electorado, que al parecer no perdona otras excentricidades pero sí aprueba -o al menos se divierte con el espectáculo- que vayan a la tele a contarnos cosas que nada tienen que ver con su programa, cuando no a hacer directamente el payaso. Se supone que no van por placer y hay por ello que compadecerlos hasta cierto punto, pero la sospecha, tal vez errónea, no elimina la vergüenza ajena. Los políticos se asemejan cada vez más a actores y queda la duda de si son ellos los que disfrutan representando papeles -de gente muy normal, por supuesto- o es el público soberano, como dicen los cronistas teatrales o deportivos, el que así lo exige. En ambos casos, sería aconsejable o incluso urgente que cambiaran de guionistas.

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