La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Pérdida del patrimonio espiritual

Para un no creyente una iglesia desacralizada representa lo mismo que los templos de Paestum

Que un cine se convierta en un supermercado, una librería en una tienducha de souvenirs o un hermoso café en un muestrario de lujo cateto supone un grave daño patrimonial por la pérdida arquitectónica y decorativa, y por la de esos espacios que, según George Steiner, definen las ciudades europeas y conforman una idea de Europa. Dañino es también que se conserve la cáscara destruyendo el interior, escandaloso caso sevillano del Coliseo, momia regionalista vaciada de vísceras.

Esta cuestión se agudiza cuando se trata de templos. Lo pensaba leyendo ayer el artículo del compañero Juan Parejo sobre la preocupante situación de la extraordinaria iglesia de San Pedro de Alcántara en la calle Cervantes desde que la comunidad de las Esclavas del Sagrado Corazón la dejó. ¿Qué será de ella? Si un cine, un teatro, una librería o un café se degradan inevitablemente al cambiar su uso, en el caso de un templo la cuestión se radicaliza por tener que ver con lo sagrado. Una iglesia perfectamente conservada pero desacralizada es una triste cosa que recuerda de forma cruel el declive de la religión y muy especialmente el de la vida conventual, en vías de extinción. También debería causar tristeza una iglesia que conserve a tiempo parcial –muy parcial– su valor de uso como espacio dedicado al culto para convertirse en un museo al que se accede pagando. Ejemplo de lo primero es San Luis de los Franceses, tan muerta como las reliquias de huesos que se ven en sus altares. De lo segundo serían la Catedral y el Salvador.

Para un no creyente una iglesia desacralizada representa lo mismo que los templos de Poseidón y Hera en Paestum. Se cumple lo que escribió Hegel: “De nada nos sirve hallar magníficas las imágenes de los dioses griegos y ver digna y consumadamente representados Dios Padre, Cristo y María: ya no nos arrodillamos ante ellas”. Para un creyente, en cambio, es o debería ser un triste ejercicio. Están los altares, las pinturas, las imágenes, los sagrarios vacíos, tan hermosos como siempre, pero muertos porque les falta aquello para lo que fueron creados. Fue también Hegel quien escribió que “la sensibilidad religiosa tiene su lado augusto en que no se detiene en ninguna intuición, en ningún goce perecedero, sino que aspira a la eterna belleza y a la bienaventuranza eterna”. Donde se dio culto a Dios nada puede hacerse, por excelso que sea, que no sea pérdida y rebajamiento.

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