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josé Ignacio / Rufino

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EN cuanto a competición y sacrificio y también en cuanto a juego y placer, el deporte es una excelente metáfora de la vida. La traslación de conceptos que hacemos desde la vida hasta la práctica deportiva puede llegar a degenerar, de forma que, por ejemplo, utilizamos a los equipos y los campeones como anclaje y argumento, y así defendemos a aquellos atletas o jugadores se mejor se asocian a nuestra visión política. Citemos dos casos típicos y antitéticos del omnipresente y a veces irritante fútbol profesional. Un amigo, izquierdista activo, se sale de sus habitualmente calmas casillas en cuanto ve a Sergio Ramos. El defensa del Real Madrid se le representa el vivo símbolo del españolismo derechón, y, aunque lo vea con la zamarra nacional, lo insulta y manda a la canastilla del palo mayor en cuanto el camero toca la bola. El otro caso es el de quien ama a Piqué, no ya por su independentismo militante y recurrente, por lo que ya lo idolatran muchos en Cataluña, sino porque es antimadridista, con lo que se lo adscribe al otro bando, que no es ya antipepé, sino antifranquista y, abracadabra, como muy de izquierdas.

Los Juegos Olímpicos de Río nos han vuelto ha proveer de raciones calentitas del abuso de alegoría. Adel Mechaal, un emigrante magrebí a Barcelona que defiende, por cierto, la independencia de Cataluña, es encumbrado allí como símbolo viviente de la integración como Deu manda. El inefable Willy Toledo, imán espontáneo del sectarismo de izquierda, "se caga" en la medalla de otro atleta inmigrante, en este caso cubano, porque abandonó la revolución y se vino aquí a competir por este país de bandera -lo dicho- "facha".

También el nacionalismo español tiene sus tótems (y sus tabúes, que por supuesto son los contrarios que los de Willy o el glosado amigo). Como pasaba con el piloto Fernando Alonso, a ciertos españoles les parece antipatriota que a uno Nadal le parezca antipático o haya sido demasiado acaparador en estos Juegos. Es como si se les estuviera mentando a la madre sólo porque el tenista hace profesión inequívoca de españolidad (lo cual, dicho sea de paso, no está mal, es cosa suya). En este otro segmento de la práctica metafórica, también ha tenido su dosis de controversia Mireia Belmonte, la nadadora catalana, que ha sido elevada al ara de los buenos españoles por definirse como tal, como española antes que como catalana. De tanto tocar a la rosa del deporte, y contaminarla, acaba uno por cogerle fatiga. Y así, dedicarse a su equipo de toda la vida: punto.

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