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AQUEL día cambió todo. Hoy se cumplen quince años del derrumbe de las Torres Gemelas, una infamia que sigue modelando el mundo que nos toca vivir. Alguien ha dicho, y yo lo suscribo, que desde entonces todos sufrimos una suerte de estrés postraumático, un miedo paralizante ante la perspectiva, por desgracia más que posible, de que el horror de repente reaparezca. "Los atentados -señala Ángel Rivero- dejaron una huella psicológica mundial que se ha expandido a innumerables áreas". En verdad, pocos aspectos de la realidad escapan de su permanente influencia: ha mutado, por supuesto, la noción de seguridad; pero también se han transformado las bases de la economía, el marco de las relaciones internacionales, las prioridades de los Estados, la forma de concebir la guerra, la idea misma de los derechos civiles y al cabo -la enumeración sería prolija- hasta nuestras propias costumbres.

De semejante cúmulo de impactos, por su importancia, quiero detenerme en tres. El primero responde a lo que los expertos llaman la "privatización" del enemigo. Antes de los ataques, se combatían países, sujetos públicos, pueblos. Tras ellos, los frentes se difuminan. La amenaza carece de una localización geográfica precisa. Surge de grupos religiosos o extremistas que se mimetizan y golpean en cualquier lugar. Eso explica, por ejemplo, la supremacía actual de la Inteligencia sobre el armamento, ahora ineficiente por poderoso que sea.

El segundo, complejo como pocos, es la regresión en la defensa de los derechos básicos. Al propósito de una fingida seguridad hemos sacrificado avances seculares. El hipercontrol, la excepcionalidad continuada y la pérdida de la privacidad han instaurado el imperio de un Gran Hermano que, al tiempo y paradójicamente, sentimos y sabemos inútil.

El tercero y último, ya citado, consiste en la implantación colectiva y universal de un pánico que nos autolimita. El siglo nos ha nacido asustado, temeroso de lo distinto, hermético de vocación. Muchos de los fenómenos que en este instante nos preocupan (los nacionalismos, los populismos, la xenofobia) fueron relanzados y fortalecidos en aquella mañana sangrienta.

No se vislumbra salida al laberinto. Lejos de remitir, el eco del estruendo se agranda. Y en esta fecha de memoria necesaria, bueno sería que cada cual reflexionara sobre cómo resistir y resistirse a la tentación, humana pero deshumanizadora, de dinamitar nuestros inderogables principios.

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