Amenudo pasamos por una calle preguntándonos quién le da nombre, conscientes de que más allá de esas figuras célebres, políticos, reyes, artistas o escritores, que forman parte del imaginario colectivo también hay hombres y mujeres que no pertenecieron tal vez a la Historia con mayúsculas, pero que escribieron con su entrega y su discreción un capítulo de la historia cotidiana de su ciudad, gente que con sus méritos y su trabajo hizo la vida más fácil a sus vecinos. Desde el pasado lunes, junto al Parque de Bomberos de San Bernardo, un rótulo rinde homenaje a una de esas personas que contribuyó con su labor callada al avance de su comunidad: Ramón Fernández Becerra, un especialista en Protección de Incendios que se encargó de la materia durante la Expo 92, donde veló con entusiasmo por la seguridad de los pabellones, y más tarde en la Gerencia de Urbanismo, donde continuó volcándose con la misma energía. Fue un profesional respetado en foros nacionales e internacionales -y querido en su entorno más próximo- que investigó con pasión en su ámbito y transmitió sus hallazgos y conocimientos en congresos y ponencias. Su viuda, Adela Perea, recuerda que en los viajes a destinos como Nueva York, Japón o Rusia Ramón visitaba con curiosidad los parques de bomberos, por si algún dato o alguna norma de funcionamiento descubiertos allí ayudaban a ser más eficaces en Sevilla en la prevención y la lucha contra el fuego.
Los testimonios de quienes lo conocieron inciden en un rasgo de su carácter: su modestia. Ramón pertenecía a la estirpe de gestores en las antípodas de la vanidad, los que encuentran la satisfacción en el trabajo bien hecho y que no se mueven, como les ocurre a otros, buscando el reconocimiento externo, la consideración y la palmadita en la espalda. Los amigos, los compañeros -él murió hace tres años pero su figura sigue muy presente, el afecto que sentían por él continúa vivo- describen a este aparejador con un carácter noble y generoso, hábil para resolver problemas, dialogante y culto, en armonía con todos. En una ciudad tan dada a celebrar las grandes gestas, tan deslumbrada por el esplendor de su pasado, conmueve que también se recuerden las vidas cotidianas, las vidas aparentemente pequeñas y sin embargo tan grandes. Ahora, cuando pasemos por su calle, sabremos que Ramón Fernández Becerra, ese lector devoto de Mann y de Zweig, de Geoffrey Parker y de Rodríguez Adrados, amante de la música, que solía dar de comer a los gatos que encontraba y siempre se hacía entender en los países a los que iba, como si no existieran barreras lingüísticas en lo humano, encarnaba valores como la bondad, la disciplina, la humildad: todo lo que nos hace dignos, nada menos.
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