La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La sanidad funciona bien muchas veces en Andalucía
La tribuna
DECÍA Walloon que la historia de la educación está llena de modas pasajeras. Ahora parece que, de nuevo, toca la de la evaluación de los profesores. Alcanzada la plena escolarización, la política educativa nos prometía la calidad de la educación, es decir, que todos los alumnos iban a aprender mucho y a alcanzar magníficos resultados. Pero la realidad es tozuda y los hechos desmienten a las promesas. A la vista de lo cual unos y otros se afanan en encontrar una explicación. Y he aquí que se desempolva el taylorismo y el conductismo de Paulov. Resulta que la solución estaba ahí, pero, incomprensiblemente, nadie se había percatado de ello. Se llamaba plus de productividad. Tantos aprobados, tanto cobras. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?
A falta de otras ideas de mayor enjundia, sospechosamente, la evaluación de los docentes se convierte en el bálsamo de fierabrás que resolverá todos los males. Sin embargo, sus progenitores adolecen de cierta desmemoria, o, más probablemente, de interesada ignorancia. Pues el caso es que la receta se inventó ya hace tiempo, y ha sido aplicada sin éxito en muchos lugares. Desde los años noventa del pasado siglo es fórmula que se viene aplicando en EEUU, y antes en algunos países del mundo anglosajón. Sin ir más lejos, se aplicó en Andalucía con el llamado Plan de Calidad. Conocemos los resultados, sabemos que la evaluación de los docentes y el pago por resultados no mejoran el rendimiento escolar; ni EEUU ha mejorado los resultados en PISA, ni el Plan de Calidad mejoró el rendimiento de los alumnos andaluces. Entonces es como si suministramos al enfermo un fármaco que sabemos que no cura su enfermedad, más aún, sabemos que tiene graves y perversos efectos secundarios, pero, seguimos con la medicación.
Las razones por las que tan extraordinaria medicina no resuelve los males que aquejan a nuestro enfermo, están más que estudiadas y son conocidas. Claro que el profano interesado se preguntará entonces ¿por qué de forma recurrente se alude a este asunto cómo la panacea que mejorará la educación? Para satisfacer esa sana curiosidad, recurramos en este punto a la sociología del lenguaje. Me refiero al poder de nombrar las cosas y de determinar la agenda de las preocupaciones: si el problema de la mejora de la educación es la evaluación de los docentes, resulta que no es otro. Así, de un plumazo, la responsabilidad se traslada del campo de la política al campo de la profesión. Más que de evaluación habría que hablar de inculpación.
Digámoslo más claramente: centrar el problema de la mejora de la educación en la evaluación del profesorado es una manera de escurrir el bulto, una opción aviesamente interesada. Evaluar el trabajo de los profesores, sí, pero evaluar a los docentes en función de los resultados de los alumnos y recurrir al pago de incentivos por calificaciones, es una fórmula obsoleta que, allí donde se ha aplicado, no ha contribuido a la mejora de la educación y que, además, carece de argumentos consistentes.
La correlación entre evaluación y éxito es un sobreentendido cuestionado incluso en el campo de la producción industrial, que es donde la idea tiene su origen. En el campo de la educación se da la circunstancia de que entre el trabajo docente y el resultado que obtienen los alumnos, no existe una relación directa y proporcional. Y ello ocurre así porque en la determinación del rendimiento escolar influyen muchas y poderosas variables que escapan al control de la práctica de la enseñanza. Es decir, se puede enseñar muy bien, pero ello no garantiza que el alumno aprenda mucho y obtengan buenos resultados. Es necesario que se den otras circunstancias. Más aún, sabemos que esas otras circunstancias, principalmente de índole sociocultural, constituyen el factor más relevante en el éxito escolar. De esta manera, evaluando así a los profesores, en realidad juzgamos la eficiencia de su trabajo, no por lo que hacen, sino por lo que hacen o dejan de hacer otros.
Por otra parte, en relación con el pago por resultados, cabe una similar consideración, pues se paga sin que sea posible saber qué parte del éxito, o del fracaso, corresponde al docente. Pero además, la fórmula del incentivo económico, se basa en el supuesto conductista de que si recibe un estímulo el trabajador hará algo que antes no hacía, lo cual puede ser cierto, por ejemplo, a la hora de apretar tuercas, pero no está claro qué es exactamente lo que tiene que hacer -y no hacía- el profesor que recibe un estímulo económico, pues no existe una fórmula excelente de enseñanza, ni, como he dicho, estamos seguros de que lo nuevo consiga mejores resultados y, en fin, tampoco estamos seguros de que lo nuevo que deba hacer el docente sea viable en un contexto de actuación tan limitado como es el marco escolar.
En definitiva, esta fórmula que, de manera recurrente se pone sobre la mesa, como si fuera una original y superlativa ocurrencia, se basa en supuestos y sobreentedidos bastante pobres, cuando no erróneos; por eso, el fármaco no funciona. Es hora de pensar en serio sobre los problemas que aquejan a la educación, abandonando la interesada fijación sobre los docentes. La cuestión no es si evaluar o no a los docentes, naturalmente que hay que evaluar a los profesores; la cuestión es si esto es un asunto relevante en orden a la mejora de la educación.
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