La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Mina es una mina de felicidad en las tabernas de Sevilla
El mundo y su versión virtual de las redes sociales se han llenado de defensores a ultranza de la repetición de curso como camino de perfección o, al menos, como castigo calvinista a tanta chicharra adolescente que anda por el mundo con su bandurria y sus sueños de vidorra sin esfuerzo. En cierto modo se comprende: el buenismo melifluo de algunos pedagogos y de los actuales gestores de la instrucción pública, enemigos acérrimos del bucle escolar, provoca este tipo de reacciones a lo Rottenmeier. Hay algo de razón antigua en sus razonamientos, de justicia basáltica y hammurábica: "Quien la hace la paga" y todo eso. Otra cosa es que la pena sirva para algo. Lo sabemos los que fuimos alguna vez repetidores, quienes pertenecimos a esa famélica legión de vagos, torpes, indolentes, asnos, perezosos y gamberros que alguna vez estuvimos condenados a galeras escolares. En la mayoría de los casos, la repetición de curso, como la trena, sólo sirvió para encanallar aún más el alma de los malotes o para erosionar la autoestima de los inadaptados y tímidos, porque la sociología del mal estudiante es compleja y variada, difícilmente adaptable al catecismo cátaro de los triunfadores.
Aunque, bien mirado, ahora sé que el ser mal estudiante y repetidor me sirvió de mucho (niños, si leéis esto no me hagáis caso). Me obligó a una adolescencia cervantina e itinerante en la que recorrí no pocos colegios, academias, institutos e internados donde conocí a un buen tropel de personajes y personajillos: aprendices de delincuentes (muchos de ellos, de guante blanco), aventureros, desgraciados, desarraigados, abúlicos, lectores voraces, motoristas vocacionales, soñadores de toda condición… La mayoría me dejó alguna lección y algunos de ellos, sólo algunos, momentos inolvidables de amistad, de germanía fraguada en rabonas y parques, en la que los hombres de honor siempre ofrecían cigarrillos y la cerveza se bebía a gollete, como hermanos. Los malos estudiantes, por lo menos en aquellos tiempos, teníamos conciencia de clase; éramos una especie de élite inversa que se había pasado al lado oscuro. Nos gustaban más los alemanes que los aliados, el sur que el norte, los sioux que los vaqueros, el hechicero negro que Tarzán. Eso tiene un precio.
No pretende ser esto una reivindicación del cateador ni una impugnación de la pedagogía. Sólo quería reírme un poco de los jueces levíticos que exigen tronantes el endurecimiento de las penas a los que serían hoy mis camaradas si tuviese 15 años (Dios no lo quiera). Mis malandanzas escolares me dejaron una enseñanza que nunca he olvidado: desconfía de los perfectos.
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