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antonio brea

Historiador

Rodeo, toros y circo

Trump desarrollaba un mandato relativamente tranquilo antes de emborronarlo todo

Hace algunos años compartí, junto a otros profesores, la experiencia de prepararnos para una prueba de nivel de inglés por el método Cambridge. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, en aquella aventura nuestro mentor no fue un británico, sino un simpático joven oriundo de Arizona. Entre las revelaciones que nos hizo sobre aquella tierra, escuchamos con sorpresa que una de las diversiones públicas propias de su ciudad, Tucson, era el rodeo. Una cuestión que, vista en perspectiva, no debiera habernos hecho sonreír a los vecinos de una Sevilla tan aficionada a la tauromaquia.

No he podido evitar acordarme de ello en estos días, al saber que de Arizona procede también el estrambótico asaltante del Capitolio conocido por el seudónimo de Jake Angeli, elevado a la fama universal gracias a su circense disfraz de chamán aborigen. De acuerdo a lo que nos transmiten algunas crónicas periodísticas, Angeli, al igual que un número indeterminado de sus compatriotas, cree firmemente en la existencia de una conspiración mundial de pederastas, combatida por Donald Trump. Increíble teoría, difundida por incomprensibles mecanismos de sugestión, que puede servir como enésima prueba del daño que el fanatismo ha ejercido a lo largo de los siglos sobre personas incultas o emocionalmente inmaduras.

Por no remontarnos a épocas excesivamente pretéritas y sin salir del ámbito de los Estados Unidos, existen antecedentes de irracional y malsana fascinación por personajes megalómanos, entre sectores minoritarios de tan compleja sociedad. Sirvan como ejemplo dos hechos hondamente asentados en la cultura popular: el primero de ellos, el asesinato de la actriz Sharon Tate y seis personas más en agosto de 1969, a cargo de unos hippies embrutecidos por las consignas de su gurú Charles Manson; el segundo, el suicidio colectivo de casi un millar de seguidores del reverendo Jim Jones, previamente emigrados a Guyana, en noviembre de 1978.

Cabe pensar entonces que, si hubo quienes se convirtieron en crueles asesinos o locos suicidas por agradar a los insignificantes Manson y Jones, era perfectamente factible que la devoción desbocada hacia un empresario de éxito que ha llegado a ocupar la más alta responsabilidad política de la nación, pudiera degenerar en lamentables excesos. De tal modo, que una pequeña masa de exaltados ha protagonizado, en el corazón de la primera potencia mundial, un tumulto digno de una revolución tercermundista.

La realidad es que Trump, al margen de gestos polémicos y declaraciones inapropiadas, desarrollaba un mandato relativamente tranquilo antes de emborronarlo de modo estrepitoso en sus últimos meses. La torpe gestión de las tensiones raciales artificialmente espoleadas por los lobbies afines al Partido Demócrata, la incapacidad para desplegar políticas eficaces ante las situaciones generadas por la pandemia y la desmesura final que desembocó en el bochornoso episodio vivido en Washington, son razones para la decepción de muchos de los que vieron en él al mejor guardián de los valores del Partido Republicano.

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