La Barqueta

Manuel Bohórquez

manolobohorquez@gmail.com

Cuando mi Semana Santa era un palo

Cada año, siempre el Viernes de Dolores, acudo a Palomares y le canto una saeta a la cruz de palo de mi niñez

Me crié en un pueblecito sevillano, Palomares del Río, entre Coria, San Juan de Aznalfarache y Mairena del Aljarafe. Teníamos un cura, Don Amadeo, que lo fue también de Mairena y era un buen sacerdote porque ayudaba a los hambrientos, entre otras obras sociales. Tampoco es que repartiera solomillos al vino de solera, pero nos ponía bien de leche en polvo y a veces caía una lata de manteca que le daban los americanos. “Agradecedle esto a Dios”, nos decía cuando le dábamos las gracias, como pasándonos la factura de la manteca y la leche en polvo. Un día hice una cruz de varas de olivo y me arrodillé ante ella para agradecerle a Jesús que pensara en los niños pobres de Palomares. Le canté una saeta, con letra propia, y vi al Nazareno en los dos palos de olivo: “Que se callen las trompetas,/ que no redoblen los tambores,/ que está sufriendo en la Cruz,/ que en la Cruz está sufriendo/ el más grande de los hombres.”

De niño mi Semana Santa era de palo, dos varas de olivo, para ser exacto. Me gustaba ver a la Virgen de la Estrella en procesión y hasta llegué a desear ser el niño que lleva en sus brazos. No me gustaba lo que tenía de espectáculo, ver, por ejemplo, cómo iban detrás hombres descalzos que blasfemaban contra Dios en las tabernas bebiendo vino peleón. Pero un día, ya adolescente, quise ver El Cachorro de Triana en el Altozano y todo cambió. Lo vi venir por San Jorge con un beso de luz en la cara y cuando llegó a la plaza, preñada de sevillanos y trianeros, el paso giró para encarar el puente y entendí que eso era arte en la calle, con rayos del sol contrapuestos que plateaban el río y los barbos con el traje de gala de las lubinas asomándose para ver las fatigas del Cristo de la Expiración.

La cruz de varas de olivo estuvo años clavada en un cerro de Palomares, en San Francisco, cerca del pino de Mampela, hasta que la hierba la tapó. No antes de que le cantara una última saeta, de esas que se clavan en el alma: “Silencio para el saetero,/ silencio en la madrugada,/ que lo pide el Nazareno/ con la luz de su mirada”.

Cada año, siempre el Viernes de Dolores, acudo a Palomares y le canto una saeta a la cruz de palo de mi niñez, ahora sepultada debajo de un chalé de lujo. La cara que pone el dueño cada año. Luego acudo a la llamada de El Cachorro y siempre me asombra el cruce de rayos de sol que se produce en el puente con los plateados barbos recordando las saetas de Caganchos, Puyas y Pelaos.

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