La ciudad y los días

Carlos Colón

El Señor

VIERNES de Dolores. Doce menos cuarto. Llena, oscura y callada la Basílica. Reservado el Señor tras un velo púrpura, uno de los tres colores -junto al azul y el escarlata- que representaban la realeza, el cielo y el sacrificio en el velo de lino del Templo que resguardaba el Santo de los Santos, al que únicamente podía acceder el sumo sacerdote el día de la Expiación para rociar el velo y el Trono de la Gracia con la sangre de los sacrificios. Tras el velo púrpura que cegaba el camarín del Señor -lo más santo de Sevilla después de los sagrarios- se transparentaba el brillo de las potencias que lo proclaman profeta, sacerdote y rey; y se adivinaban los movimientos de los priostes que ultimaban la presentación al pueblo de ese cuerpo que es a la vez el altar y la víctima del supremo sacrificio.

Al dar las doce en San Lorenzo se descorrió el velo, como si fuera el primer Viernes Santo de la historia, y se apareció el Señor en su Epifanía dolorosa. Sin perder su carácter de cordero amarrado para el sacrificio, no era el Señor manso, entregado, comprensivo, tierno, confesor, confirmador de nuestra fe vacilante y cirineo de nuestras cruces al que desde el Domingo de Ramos hasta hoy le besamos las manos. Era el Señor del temor y el temblor, el juez severo del último día, la ira de Yahvé encarnada en un cuerpo de dolor en el que también cabía el sagrado pavor del que está escrito: "¿No os estremece su majestad? ¿No os invade su terror?".

Cuando avanzó hacia la rampa lo devoró la oscuridad. Entonces fue más terrible, sombra poderosa que aun con las manos atadas expresaba con su cuerpo el gesto airado del Jesús del Juicio Final de la Sixtina. Uno a uno fuimos juzgados por Él, mientras descendía como si aquella fuera su segunda y definitiva venida. Y quienes de verdad sabían dónde estaban y quién bajaba conocieron en su corazón cuál era el veredicto.

Al tocar el suelo, sólo un busto doloroso sobresaliendo entre la multitud, volvió a ser el Señor de la Gran Compasión y la Infinita Ternura. ¿Quién no se sintió tan dulcemente confortado, entonces, como antes juzgado? Hasta aquellos a los que abrumaban más intensos dolores, cercaban más duras soledades o herían más dolorosas ausencias; incluso aquellos a los se les ha ocultado y lo buscan sin encontrarlo, sintieron en sus entrañas la fe agónica de Job: "Voy hacia delante y él no está, hacia atrás y no lo percibo; lo busco a la izquierda y no lo diviso, me vuelvo a la derecha y no lo veo. Sin embargo, él sabe en qué camino estoy". Así es la fe, tan vacilante y tan fuerte como Él mismo, que alienta el Señor del Gran Poder.

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