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Joaquín Pérez-Azaustre

Somalia

NOMBRAR Somalia es una indignidad, pero cómo no hacerlo. Todos somos culpables de lo que está ocurriendo allí, que es la triste historia de un genocidio sin ejecutores, pero con ideólogos en la sombra. Escribir hoy Somalia, en la pantalla del ordenador, y leerlo en el periódico, para volver después a nuestra gran preocupación de la prima de riesgo y la caída en picado de nuestro modo de vida, es el mayor indicio de que somos los cómplices silentes de la exterminación de todo un pueblo. No digo que cada uno de nosotros, desde nuestra inocente y muy acomodaticia ignorancia de todos los días, seamos responsables directos de todos esos miles de muertes por la hambruna; pero nuestra manera de vivir, de armar el mundo, de articularlo en medio de políticas económicas que ha quitado a los pobres hasta la propia dignidad del pobre, esa antigua forma de autoabastecerse, es la gran culpable de la devastación somalí.

Si pensamos en Somalia, hay que remontarse a los largos efectos del colonialismo, durante los dos últimos siglos, pasando también luego por ese gran silencio de la Guerra Fría. Se buscó, en vano, convertir Somalia en una sociedad distinta, muy lejana a ella misma, para alcanzar el tipo de vida occidental. Ésa era la excusa, la coartada moral, para el mayor expolio de las últimas décadas: así, con la justificación de importar para Somalia los modos de justicia, democracia y formas estatales que conocemos aquí, sin importar apenas que no respondieran, nunca, a la situación real del pueblo somalí, en los años 80 el Fondo Monetario Internacional decidió intervenir para "reorientar" la economía nómada-pastoral de pequeños agricultores. Así, se proyectaron programas de reasentamiento buscando una economía comercial, llegando a alcanzar un 80% de los ingresos por exportaciones en 1983. Pero las reformas fueron desintegrando las viejas relaciones de intercambio monetario, y mientras se extraían recursos económicos para pagar la deuda externa, esta "reorientación estructural" del FMI impuso la importación de grano extranjero. Así se empezó a hablar de "ayuda alimentaria" y en los 80 la importación de trigo y arroz -norteamericano, por supuesto- se multiplicó por 15, mientras los productores locales se iban quedando arrinconados, con lo que la capacidad de alimentarse del pueblo somalí quedó reducida a las importaciones.

A partir de ahí, varias devaluaciones y privatizaciones continuas, hasta dejar Somalia, bajo el ala protectora del FMI, sin capacidad para alimentarse a sí misma. El relato puede ser más o menos sesgado, más o menos completo; pero es este, tristísimo y doliente, ejemplo turbador de la sociedad global que todavía queremos preservar. Quizá la teoría del cataclismo no sea tan descabellada: mirando hacia Somalia, llevamos muchos años ganándonos a pulso un mal final.

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