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El poliedro

Voluntad,y fe en la causa

El pequeño comercio lucha con sus armas tradicionales contra la exigencia de tamaño que hoy es ley

PASABA revista a sus huestes Carlomagno, inquiriendo a sus caballeros quiénes eran y qué tropas y armas ofrecían para la inminente batalla. Llegado a uno que le pareció pintoresco por su armadura y por parecer excesivamente pulcro en comparación al resto, le espetó:

- ¿Y quién sois vos, paladín de Francia?

-¡Yo soy -la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco- Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!

-¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?

-Porqueý, yo no existo, Sire.

-¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! -dijo Carlomagno-. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?

-¡Con fuerza de voluntad -dijo Agilulfo-, y fe en nuestra santa causa!

-Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber.

Este inolvidable pasaje de Italo Calvino en El caballero inexistente me evoca sin remedio los grandes esforzados del comercio, me recuerda a los galeotes de un mundo globalizado, que exige cada vez más escala y dimensión para operar en la economía. Hablamos del pequeño comerciante que, aún y por muchos años existente, sí hace profesión de fuerza de voluntad y fe en la causa. Me permitiré contar un pequeño cuento de Navidad, víctima de lo que podríamos llamar consumo sentimental.

Mi padre murió joven, y espero que a mis hermanos no les importe que yo cuente que nos dejó unas cuantas herencias intangibles que nos hacen parecidos en ciertas cosas. En estos tiempos en los que se obtiene evidencia científica de que casi todo va siendo genético, no sabría calibrar cuánto de genético y cuánto de adquirido hay en ciertos principios compartidos por nosotros. Lo que sí está seguro en nuestros genes es una terca propensión al mal de estómago, además de a la miopía. Igual que don Sebastián. Hablemos de gafas.

El XXI es un siglo de concentración, de escala, de globalidad, donde parece que los pequeños no tienen cabida. General Óptica, Afflelou, Multiópticas, Visionlab y otros venden con gran eficiencia a precios imposibles para aquéllos. Pues bien, hoy caminaba hacia el diario transitando entre mareas humanas vestidas de invierno y, entrando a escribir este artículo, he visto abierta la Óptica de París, que así se llama el sitio donde desde hace más de cuarenta años mi familia se hace gafas y lentillas (aunque la cirugía ha hecho desertar de la tan característica condición a más de uno). Óptica de París -qué gran nombre, tan elegante y sonoro para una ciudad de provincias de aquel entonces- tiene tres empleados con blancas batas inmaculadas que se mueven con naturalidad en el minúsculo, sobreaprovechado y algo demodé local en pleno centro. Al preguntarme yo cómo sobreviven, dos respuestas me vienen a la cabeza: primera, porque dan un servicio como de barbero o médico antiguo, que incluye preguntas sobre los tuyos y un poco de guasa futbolística; segunda -que no deja de tener que ver con la primera-, porque no somos pocos los que, por nostalgia y algo más, somos fieles a este tipo de causas.

Con respeto por los grandes almacenes generales o especializados, por el empleo que crean y el dinero que mueven, declaro: mientras yo sea miope -y cuando inexorablemente pase a ser cansado visual o maduro bifocal- me pienso gastar mi presupuesto óptico en Óptica de París, donde tres cincuentones encantadores y -snif, snif- entrañables me atienden con precisión técnica, vetusta profesionalidad y simpatía. Seguro que ni la tienda se deslocaliza ni, a estas alturas, sustituirán por despistados pipiolos a estos expertos señores que saben, sin manual, qué es calidad de servicio.

(Ruego su comprensión por este desayuno de intimidad).

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