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mERCEDES DE PABLOs

Directora del Centro de Estudios Andaluces

Un buen Bachillerato

Ningún pacto de Educación tiene sentido sin la idea de las aulas como escuelas de vida

Fernando Fernán Gómez mira a cámara y responde a la afirmación de un interlocutor que no vemos: "Usted es un hombre culto". "No -dice el actor-, yo lo que tengo es un buen Bachillerato". Es un fragmento de la película La silla de Fernando, dirigida por David Trueba y Luis Alegre, algo más que un documental, tan genial como su deslenguado protagonista.

Sin nostalgia ni idealizaciones que nos alivian la perplejidad con nostalgia de aquellas certezas que una vez tuvimos (por disparatadas que fueran), el caso es que algunos, yo misma, estudiar lo que se dice estudiar, o aprender lo que se dice aprender, lo hicimos en aquellos años de Bachillerato y aún en los de un COU al que precedía la muy temida revalida de sexto. Cierto es que por censuras y endogamias de la triste universidad franquista se daba el caso de que en un instituto de Madrid, por ejemplo, dieran clases de Literatura y Arte, respectivamente, Gerardo Diego y Antonio Domínguez Ortiz, imagínense qué lujo. Se trataba de una anomalía no deseada, en el caso del último, que fue mi profesor, uno de los más brillantes y generosos historiadores de España enfrentándose a una turba de adolescentes aceleradas y dispuestas a refutar todo lo que fuera oficial y abrazar enardecidas lo oficioso, de Malinovski a Maiakovski pasando por Molotov y hasta Butakoff, el de la maniobra de "hombre al agua". Meter en esas cabezas la belleza de la Fragua del Vulcano o la épica de los banqueros de Carlos V debió ser aún más difícil que mantener una conversación sensata, hoy, en un plató de televisión aunque se hable de Marte, del supermartes o de las quinielas de un posible gobierno autonómico. Pero lo hicieron. Domínguez Ortiz y una legión de enseñantes que cambiaron nuestra vida, nuestra mirada y nos dieron herramientas para pensar, que nos convencieron de nuestra fortaleza porque sabíamos.

"Sepan sobre todo cuanto ignoran", decía don Antonio, autentica vacuna contra algo más peligroso que no saber, creer que se sabe o quedarse satisfecho con lo que se viene sabiendo. ¡¡Ay si esa lección fuera imprescindible para sacarse el DNI!! Una buena educación básica, sólida, que no aparte la Economía de la Historia o la Biología de las Matemáticas. Y la lengua, la clave para entender y para entendernos, una lengua viva que ría con los palíndromos y la etimología, que sea capaz de buscarle sinónimos al taco más atroz, que matice, se revuelva, se contagie y se corrija. Una lengua que haga de nuestros bachilleres (permítanme el anacronismo) virtuosos dueños de opiniones y saberes y no especialistas forenses de esa lengua muerta y diseccionada como un cadáver que aparece en tantos libros de texto.

Ningún pacto de Educación tiene sentido sin eso: la idea de las aulas como escuelas de vida y viveros de preguntas. Allá donde quien tenga mala fama sea, como el matón más chulo de la clase, el beligerante "punto final".

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