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Aquella calle de Mateos Gago

No hace tanto tiempo, la calle, también con sus turistas, tenía sin embargo un aire a la vez cosmopolita y familiar

Los que hemos vivido en el Barrio de Santa Cruz, y de alguna forma seguimos vinculados a él (en la casa familiar, en la parroquia y sus párrocos, en la hermandad, en sus pocos buenos bares que van quedando…) sentimos como si todavía fuera el nuestro la deriva temática y bullanguera que, si bien comenzó hace muchos años, va camino de convertirlo en una fría y monótona sucesión de tiendas y veladores para gozo y disfrute de ese turismo golfo y facilón apiñado en las cafeteras horribles de Ryanayr que cada viernes despegan desde los impersonales aeropuertos del norte de Londres.

Lo pensaba mientras transitaba por vez primera por la recién rehabilitada calle Mateos Gago camino de la iglesia parroquial, un enorme desierto plano de losetas grises sin árboles ni aceras, sin vida ni alma, como un moderno recibidor de nuevo rico para, eso sí, que cada nueva franquicia americana disponga del espacio a discreción en beneficio de su nada selecta clientela. No hace tanto tiempo, esa misma calle, también con sus turistas (el turismo no es malo, pero sí lo es su opción como fuente de riqueza principal y casi única), tenía sin embargo un aire a la vez cosmopolita y familiar con su tráfico rodado y su gente de arriba para abajo, favorecido por su ubicación privilegiada junto a la Catedral y el Palacio Arzobispal, donde cabían en armonía bares con solera como el Giralda (¿han detenido ya al que ha perpetrado su reforma?) o Las Campanillas, librerías de prestigio como Vértice, la casa de las Hermanas Nazarenas que fundara San Manuel González, junto a comercios tradicionales como el quiosco de Antonio que son los que al fin marcan el ritmo diario de la convivencia.

Muy poco de todo eso queda hoy en la calle Mateos Gago, que definitivamente, como nos temíamos cuando se anunció su innecesaria reforma estética, sigue la muy comercial y capitalista senda que nuestros muy progresistas gobernantes vienen deparándole a esta sufrida ciudad, como se ha visto también en cuanto le han destapado el rostro a la Plaza de la Magdalena. La próxima vez, para evitar otro disgusto, llegaré por la parte alta para tomar a modo de refugio la Fresquita de Pepe, casi lo único auténtico que queda ya por allí, con la antigua bodega de Juan Avilés (el "chiquitito", en nuestra jerga) que ahora regenta el niño del Perejil. Y después dirán, estirados, que solo nos gustan la cerveza y las cofradías.

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