EL fútbol antes no era así. Más bien, los jugadores no eran así. Y no es cuestión de volver a los tiempos del blanco y negro cuando el delantero que marcaba se metía en la portería y cogía el balón tranquilamente para depositarlo en el círculo central. Ni siquiera hay que remontarse a tiempos más tempranos, al elegante Gárate, que parecía hasta pedir perdón después de marcar, o al prudente Butragueño, cuya máxima celebración fue levantar un brazo a la grada. Tiempos aquellos, sí, en los que la voltereta de Hugo Sánchez suponía una revolución, una irreverencia para muchos.

En los últimos años se han venido produciendo distinta formas, algunas más estúpidas que otras de celebrar goles. Desde las groserías de perritos a las absurdas reivindicaciones de señalarse el número, pasando siempre por los almibarados recuerdos a hijos, sobrinos, primos, amiguetes y demás familia. Eso sí, algunos, quizá los menos, mantienen esa forma elegante de marcar, levantar los brazos, ser felicitado por sus compañeros y a otra cosa mariposa.

El sábado se vivió algo así en el Manuel Ruiz de Lopera. De un lado, del visitante, la celebración de Aranda con las muñecas juntas como si estuviera esposado o dedicándoselo a un esposado. Acción que puede ser muy loable, pero que no viene a cuento en un partido de fútbol. Del otro lado, del local, otra acción menos significativa pero mucho más grave. Nada más conseguir el gol, Sergio García lo celebra pegándose la carrera más grande que se ha dado en los últimos meses. No contento con eso, se lanza de un salto para caer de rodillas junto al banderín. Resultado: lesión de ligamentos y al menos un mes de baja. Una fiesta para su equipo, vamos. Lo peor que le puede pasar al Betis en la situación actual. Está claro que algunos no es que no aprendan, es que no quieren. O no saben.