CAYENDO siguen hojas del calendario y el personal continúa con el corazón encogido en Nervión porque no sabe qué pondrá en el carné de la temporada que viene, contando con que se lo saque. Pero aún le hierve más la sangre el hecho de no conocer aún cuál es el método de su entrenador. Acostumbrado como estaba a tener a un equipo que reflejaba la personalidad de su director de grupo en el campo, el seguidor sevillista ve al de Bailén en la banda, lo escucha dar explicaciones tras los partidos y, directamente, le dan ganas de pincharse un disco de chill out.

El Sevilla de Caparrós conseguía que los partidos enloquecieran por no decir que manejaba todas las variables externas que acaban influyendo en la competición; el de Juande Ramos imponía un ritmo físico infernal gracias a una de sus armas secretas, la mano derecha del manchego, Marcos Álvarez, y cuando no le daba a aquello su toque mágico; Jiménez, entre el célebre debate y su guerra con la prensa, lograba tener al entorno entretenido mientras ganaba partidos y exprimía el vestuario; Antonio Álvarez tenía al futbolista metido en el bolsillo porque había cruzado con ellos muchas partidas a las cartas y se dejaba la manga ancha... pero por más que uno hace memoria de los meses que Manzano lleva dirigiendo al Sevilla no encuentra una palabra para definir su relación con el equipo, su propuesta y su estilo más allá de que un día dio una bronca para que lo grabasen las cámaras.

No cruza dos malas palabras con nadie, no contesta a preguntas de dudosa o doble intención, no se enfada ni fuera ni dentro de su área técnica, no grita, no gesticula, no riñe, no protesta, no pide, no se queja, no sienta a los que no están bien, no enfada a sus jugadores ni los pica con cambios o con banquillazos... Se irá Manzano y no dejará ni un enemigo como sí han hecho otros, pero el sevillismo lamentará que haya pasado el tiempo y que todo se haya ido al garete a ritmo de chill out, esa música que no molesta porque no te das ni cuenta de que está sonando.