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Desde mi córner

Luis Carlos Peris

De cómo se ha complicado el oficio de guardameta

ESTÁBAMOS en la alta madrugada, y de eso hace más de cuarenta años, en larga tertulia con el entrenador más pintoresco que he conocido. Era el griego Dan Georgiadis, el hombre que trajo Cisneros para darle al Sevilla el buen gusto que se aliase con la reserva física que había dejado Max Merkel. Y el griego se descolgó con una confesión que hacía juego perfectamente con su particular y muy pintoresca forma de ser y de actuar.

Dijo don Dan: "Yo empecé de delantero y metía muchos goles, pero me hice portero porque el portero era el que más ligaba del equipo". Junto a mí, igualmente sorprendidos los ya desaparecidos José Antonio Blázquez, Manolo Lorente y Juan Teba, que andaba biografiándolo para la revista del club. El portero era si no la gran estrella, el más favorecido, pero los tiempos fueron cambiando de tal forma que cada vez que se introducía una novedad, el portero era el perjudicado.

Todo empezó con no dejarle coger el balón tras la cesión de un compañero y lo cierto es que esa es la mejor innovación que ha tenido el juego. Era desesperante ver cómo se la repasaban portero y defensas a fin de que el tiempo discurriese cuando, claro, jugaba a su favor. A eso se le unió lo de cambiar el balón un año sí y otro también, siempre en busca de una pelota más ligera y, por ende, con una trayectoria de menos fijeza que llevaba al portero a rechazar más que a blocar.

Lo último fue exigirle a ese felino capaz de llegar a la escuadra en busca de un zambombazo jugar como un futbolista de campo. Busquets era más del gusto de Cruyff que Zubizarreta por eso mismo, con Guardiola se exageró la cosa y ahora nos encontramos con que la inmensa mayoría de técnicos obligan a que el juego arranque en el portero. Y nos encontramos con Ter Stegen, un gigante de dos metros con vocación de ser Xavi y así pasa lo que pasó en Balaídos.

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