Relatos de verano

Jorge Duarte

El confesionario

UN celador entró en la capilla desplazando un ataúd sobre una estructura metálica con ruedecillas. Se detuvo a los pies de la escalinata que daba paso al altar e hizo descender el féretro con la ayuda de una manivela, hasta situarlo casi a ras del suelo. Al mismo tiempo entraban los primeros congregantes del funeral, que fueron tomando asiento en los bancos delanteros.

Con no pocas dificultades logré introducirme en aquella angosta garita y sentarme en el minúsculo poyete que al efecto había. Una vez embutido, cerré las ventanas frontales y corrí el pestillo. Al punto me sentí a gusto allí dentro, escondido del mundo y envuelto en una oscuridad estupefaciente. A través de una de las celosías observé a una multitud que entraba en la capilla en tropel y a un ritmo vertiginoso.

El ataúd reposaba en el pasillo central, junto al altar, entre dos centros de flores blancas. Le habían abierto la tapa y el finado se mostraba a la vista. Todo parecía estar preparado para que don Anastasio principiara la misa de difuntos.

-Buenas tardes, padre -saludó una voz masculina, ronca de fumador, a través de la celosía, dándome un vuelco el corazón.

-¿Cómo que buenas tardes? -respondí, malhumorado por el susto que me acababa de dar-. ¿Se ha creído que esto es una taberna de barrio? ¿Qué va a ser lo siguiente, pedirme una cervecita y una tapa de calamares?

-Perdone, padre -repuso-, sólo pretendía ser educado. ¿Qué se supone que tengo que decir para empezar a confesarme?

Lo único que tenía claro a la hora de interpretar el papel de confesor era que no debía permitir, bajo ningún concepto, que nadie me faltara el respeto: todo menoscabo que sufriera mi autoridad afectaría en la misma medida a la credibilidad de la sotana que llevaba puesta; de modo que actué en consecuencia. En tono más o menos despectivo, contesté:

-Verá, hijo, esto no es una clase de catequesis. Si no sabe cómo comportarse durante una confesión, hasta aquí hemos llegado. ¡El siguiente! -ordené a la cola de un vozarrón.

-Espere un momento, padre -rogó-, deme al menos una oportunidad-. Se dirigió, entonces, a uno que esperaba en el frontal y le preguntó-: Oiga, ¿me puede decir qué tengo que decir al empezar una confesión?

-Diga "Ave María Purísima", oiga -respondió con rudeza-. ¡Y empiece de una puñetera vez, que tengo prisas!

-Ave María Purísima! -soltó el señor, todo excitado, a través de la celosía, como si participara en un concurso.

-Sin pecado concebida -respondí en plan condescendiente, tocaba darle un respiro al pringado.

-He de advertirle, padre, que los pecados que va a oír en esta confesión son muy graves, claro que usted va a ser comprensivo…

-Se equivoca, amigo -le interrumpí-, los confesores no tenemos por qué ser comprensivos. Pero prosiga -le animé, intrigado-. ¿De qué pecados graves estamos hablando, hijo?

-¿Los curas no tienen que ser comprensivos, dice? ¡No me queda nada por oír en esta vida…!

-Oiga, deje los monólogos y empiece de una vez, que no tengo todo el día.

-Lo que usted diga, padre. Empezaré por decirle que soy empresario de la construcción. Como ya sabrá, mi sector ha padecido con especial crudeza los efectos de esta maldita crisis, por lo que, de un tiempo a esta parte, las circunstancias me han obligado a gestionar, además de mis honrados negocios, otros que no lo son tanto, de los cuales nada sabe mi familia y amistades. Gracias a los beneficios que me han reportado éstos, he podido solventar los graves problemas de liquidez que padecía mi empresa, fruto de la alarmante disminución de clientes y de los numerosos impagados que...

-¡¿Pero qué es esto, hombre de Dios, una telenovela sudamericana? -me quejé con prosopopeya-. ¡Suelte ya de qué negocios se trata, hombre, que no le voy a comer! ¡Menuda plasta me está soltando!

-Tiene toda la razón, padre, iré al grano. El negocio del que le hablo tiene que ver... con las drogas, con el tráfico de drogas… -se interrumpió para soltar un gimoteo ridículo.

A lo que, para intentar reconducir la conversación, repuse:

-Cálmese, que no es para tanto. Si a lo que se refiere es a comprar drogas para los amiguetes, los colegas del trabajo o…

-Es mucho peor que eso, padre -me interrumpió con voz misteriosa-. Me refiero a importar y distribuir cientos de kilos de cocaína y heroína al año… -guardó un silencio inquietante y arrancó a sollozar entrecortadamente.

A través de la rejilla pude ver un rostro baqueteado, ya maduro, pómulos sobresalientes, cejas muy pobladas y unos ojos entrecerrados y siniestros. Su pestilente aliento penetraba impunemente por la celosía, atufando el confesionario de alcohol, tabaco y podredumbre.

No sería yo el que juzgara, y mucho menos impusiera una penitencia, a un traficante de drogas de esa envergadura, pensé, entonces, con sensatez: todo el mundo sabe cómo se las gastan los mafiosos. Decidí aligerarle la conciencia y mantenerlo manso durante la confesión. Una vez domesticado no me resultaría difícil despachar a aquel desagradable y temible personaje.

A tales efectos, haciendo acopio de una buena dosis de cinismo, respondí:

-Traficar con drogas es un negocio tan honesto y respetable como cualquier otro. Si usted no ha engañado a nadie y ha obrado con rectitud en dichas transacciones, no veo pecado por ninguna parte.

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