¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Endecha por la muerte del árbol de Santa Ana
LA palabra convergencia ha sido un cliché polivalente durante nuestra vida de españoles euristas. O protoeuristas, entre la prehistoria y la historia de la moneda común, porque hubo que converger en aquellos criterios de Maastricht -relativos a inflación, tipos de interés, deuda pública y déficit-, que eran una especie de selectivo que los países habían de superar para ser dignos de entrar en su casa, en la del euro. A esa convergencia en criterios se la llama nominal. Previamente, después de nuestra entrada en la entonces llamada Comunidad Económica Europea en 1986, la palabra convergencia nacía para el público: se trataba de converger en renta, es decir, irse acercando a la renta per cápita media de nuestros nuevos socios. España ha cumplido a duras penas en esta convergencia en renta, llamada real, pero no ha llegado a la media de renta per cápita comunitaria. Andalucía reproduce este patrón más divergente que convergente con respecto a España, y en mayor medida con respecto a la UE, a pesar de que la integración sucesiva de países más pobres nos hizo acercarnos más a la media: la estadística es así. En fin, convergencias hay muchas, incluida la que da nombre al gran partido nacionalista catalán, con vocación de converger consigo mismo, aguijoneado por la solidaridad fiscal catalana con tierras como la nuestra, que no acaban de converger.
Pero hay una convergencia madre de todas ellas: la de la vergüenza pública, la del respeto a lo común. O, en sentido negativo, la de la corrupción política, la de estar en política para forrarse, la del espabilado omnipresente y que no cesa cual rayo devastador de nuestro sistema social. La que podemos llamar convergencia institucional, que no es sólo eso pero sí es eso. Nosotros, españoles en general, hemos divergido con la mejor Europa -me la juego: la escandinava- en esta cuestión. Quizá hayan visto ese reportaje que circula por internet: los diputados suecos de fuera de Estocolmo tiene el privilegio de poder dormir en apartamentos muy Ikea, de 40 metros cuadrados, con cocina y lavandería comunitaria. Y no les pasa nada. Nada de 1.800 al mes para vivienda, como los patricios españoles, que normalmente invierten esos dineritos en un pisito en Madrid en cuantito pueden. No es muy arriesgado proponer la siguiente hipótesis. "No hay convergencia posible -salvo con muchísimo dolor para los de siempre, la clase baja y la declinante clase media- en PIB, renta, déficit u otra magnitud cuantitativa si una magnitud cualitativa, la desvergüenza nacional -o, si prefieren, nuestra pobreza institucional- no se reduce drásticamente". O sea, que no vamos a ningún lado con políticos con insultantes prebendas, que no tocan a su banca ni a otros políticos, porque entre bomberos no nos pisamos la manguera. Por la escandinavización de España, ¡ole!
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