Relatos de verano

Braulio Ortiz

Los días en Vermont (V)

Ernesto llegaba cada verano a Vermont resentido por el abandono de su madre, pero pese a ello, ya adulto, recuerda esas estancias como un periodo idílico

Los días en Vermont (V)

Dverdad quieres que nos vayamos en agosto?, la ciudad es ahora una delicia, sin todos esos idiotas que te hacen la vida imposible el resto del año. Ernesto no soportaba ese cariño meloso de la madre, que encerraba un egoísmo feroz, un brutal desapego. Es una delicia pasear por las calles vacías, ¿no te parece?, podían sacudirse esas afirmaciones y apreciar la impureza que contenían, como si se levantara la alfombra de un salón pulcro en apariencia y uno se topara con una suciedad clandestina, ¿por qué recurría a circunloquios para comunicarse con él?, rodeos inflados de una falsa ternura, adornados con apelativos empalagosos, oh, cariño, cielo, mi chico. Ernesto se alojaba en Vermont en casa de su tía porque tía Julia siempre tiene un hueco para ti, y la madre se quedaba en esa ciudad que es una delicia, sin todos esos idiotas que te hacen la vida imposible; en ese entusiasmo por la urbe deshabitada se vislumbraban las verdaderas intenciones de la madre: vete con tu tía y déjame en paz, hay muchos hombres con los que podría divertirme, unas cuantas copas que beber, y tú no tienes cabida en esos planes. Al hijo-lastre nunca le hablaba su familiar con tanta franqueza, pero la madre era transparente y reflejaba su ánimo sin necesidad de verbalizarlo, era una persona alegre en cuanto salía a la calle, apagada en el interior del piso, como si sólo se activara en el trato con los otros, especialmente en el trato con los hombres, y Gustavo confirmó a su primo las sospechas sin delicadeza alguna, la han visto con un tío casado, tú vives con nosotros por eso.

Ernesto llegaba cada verano a Vermont resentido por el abandono de su madre, pero pese a ello, ya adulto, recuerda esas estancias como un periodo idílico -cuando Gustavo le informa de que ha comprado el inmueble él piensa en las copas de helado y las carreras de natación y los cines de verano-, una etapa en la que todo parecía una promesa y ellos se mostraban confiados, hablaban de su futura entrada en la universidad o de sus perspectivas de trabajo, nada había vuelto a ser tan plácido y liviano como esos debates que mantenían sentados en la arena, ya en la tarde, hasta que el sol caía y un aire frío, presagio del otoño, les obligaba a la retirada; ante ellos el barco encallado, partido en dos, que desde hace tanto formaba parte del horizonte. ¿Seguiría esa embarcación ahí?, se pregunta Ernesto, parecía la invención de un pintor que aborda una marina y quiere romper con algún elemento insospechado la magnitud de aquella extensión. Aquel era un lugar fabuloso y poseía su propio atrezo, como la verdadera Vermont era celebrada por sus estampas otoñales y su jarabe de arce; el nombre de la Vermont real se leía marcando el acento en la última sílaba porque procedía del francés, vert mont, monte verde, ellos ignoraban ese detalle y al bautizar su paraíso pusieron el énfasis en el lugar equivocado.

Ya es 9 de mayo, y Ernesto ha recogido esa mañana a Amelia en el aeropuerto de Jerez, él se había retrasado y ella lo esperaba ya de pie, con su cuerpo espigado y nervioso, en el vestíbulo donde se recibe a los pasajeros, y él le interroga qué tal el vuelo, aviadora e insiste en ayudarle con el equipaje aunque apenas carga con un pequeño y manejable bolsón. Ya en el coche los dos simulan una tibia pereza, hablan de sus colegas mientras dan manotazos de desdén como si apartaran mosquitos, ¿tú crees realmente que esto ha sido buena idea, Ernesto?, reencontrarnos para asumir que estamos destruidos, quiere saber Amelia, no va a quedar nada de lo que conocí, será como una escenografía que han desmontado, despacha esa conclusión amarga pero en sus gestos se impone una sonrisa -¿no deberías sentir algo de gratitud?, le preguntó la psicóloga unas semanas antes y eso es precisamente lo que siente ahora, estar con el señor Borgnine o con el señor Hemingway le proporciona una inesperada calma-. Su amistad es uno de los pocos pilares que sustentan su vida, siempre que ella está en apuros él acude, cada año al menos Ernesto se escapa a visitarla al destino donde ella se encuentre, y comparten en un piso alquilado o en un hotel sus inquietudes y esperanzas. Alba, la mujer de Ernesto, se lo permite, quizás porque discierne que no se acuestan, pero ¿en el fondo no es una infidelidad mucho más grave que desnuden sus almas con la intensidad con que lo hacen?

Y esta vez Ernesto vuelve a abrirle su corazón a su amiga, también porque ha puesto un disco de canciones de Michel Legrand que le emocionan: le dice que volver a Vermont le ha hecho acordarse de su madre. Soy igual que Norman Bates, obsesionado con su vieja, comenta, atento a las indicaciones de la carretera para no pasarse el desvío que deberían coger, ¿no te parece que elegí ser cocinero como una reacción a que ella no estuviera?, como si buscara el calor del hogar que no tenía, y entonces suena la Chanson de Maxence y él señala el aparato que reproduce la música y se reserva su tormento: no le dice que fue un idiota juzgando a su madre, porque él se halla ahora en el mismo punto que ella, se asfixia junto a Alba y a sus hijos y necesita huir y abandonarlos por un tiempo, algo que no hará, pero él también se enciende en las calles, y después de callárselo mira con desconcierto alrededor y maldice mierda, creo que no nos hemos metido por donde deberíamos, ahora tendremos que dar la vuelta.

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