aNTONIO MONTERO ALCAIDE

Escritor

A la distancia justa, Carmona

Estar a la distancia justa de Sevilla es un reto para animar la resuelta voluntad del quedarse

Bien ponderadas son las virtudes del término medio. Pero no se trata ahora de discurrir sobre las bondades del equilibrio, sino del efecto que tiene, para una localidad, estar más o menos cerca de la capital de la provincia. Al grano, si una ciudad como Carmona, por ponerla de muestra, está a la distancia justa de Sevilla y qué efectos procuran los poco más o menos treinta y cinco kilómetros que las separan. Otras cercanías también podrían interesar, como la conurbación residencial del Aljarafe o las grandes ciudades dormitorio, cercanas a la metrópoli. Incluso la privilegiada comunicación de Montequinto, con cuatro paradas de metro que acercan la barriada nazarena al centro de Sevilla. Pero el caso de Carmona tiene interés como referencia si se tiene en cuenta que esta ciudad ha pasado de ser conocida al paso o como entorno cercano al Parador de Turismo, a visitada por sus no pocos atractivos y reclamos que, como suele decirse con cierto desarreglo expresivo, se han puesto en valor.

Tiempo fue aquel, hace décadas, de coches con el motor recalentado en la pendiente que alcanza la altura del alcor desde la vega para encontrar el atasco en la entrada a Carmona, por la arteria del arrabal antiguo, cerca de ese intervalo milenario y casi único de la Puerta de Sevilla, romano y árabe en el cruce de las civilizaciones y los siglos, y de un remedo de la Giralda, algo más a la mano, la Giraldilla, para una privilegiada contemplación. Pero solo de parar con el tiempo justo de acercarse a la pastelería donde una torta bien sencilla tenía ganada predilección.

Escapadas también al Parador, que para eso mismo se lo hizo a medida don Pedro I, téngase siempre por Justiciero, gustoso de las áreas estribaciones de ese emplazamiento singular en la dulce compañía de doña María de Padilla, concubina y a la vez reina, cuando en la mitad del siglo XIV el rey se las veía con su medio hermano Enrique II en los incesantes litigios de una guerra civil. El Alcázar del rey don Pedro, entonces, como destino de veladas dominicales, con su mirador abierto al doméstico infinito de la vega, descorrida la vela de la bóveda de los cielos.

Y Carmona en las primeras décadas del XXI, cuando la historia lo parece menos por ser contemporánea, a esa distancia justa de Sevilla que, si antaño no animaba a pernoctar -para dormir, Sevilla-, en los últimos años ha empujado el reto de ofrecer todo lo que la ciudad, de algún modo, se reservaba o, acaso también, no quería, o no sabía, sacarle más partido. Cualquier paseo por la ciudad monumental, llevados por el arbitrio de los pasos o en el recorrido de los guías, basta así para que Carmona esté a esa distancia justa que se mide con la voluntad del quedarse. Acaso como tentativa del vivir, sin el trazado del urbanismo residencial que desdibuja identidades, ajenos a las aglomeraciones propias del dormir para trabajar, rendidos al fabuloso embeleso del tiempo quieto.

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