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Rafael Padilla

Ninguna esperanza

LA Unión Internacional de Estudiosos Musulmanes, organismo que agrupa a los ulemas y que hoy preside el jeque egipcio Yusuf al-Qaradhawi, acaba de reclamar que el papa Benedicto XVI pida perdón por los actos de los cruzados en Al Ándalus. O dicho de otro modo, según su criterio, toca ahora, milenio y pico después, que entonemos un ucrónico mea culpa por haber rechazado -no hay reconquista sin previa conquista- la invasión árabe. Los argumentos que esgrimen -el asesinato, la expulsión y la tiranía- revelan una preocupante parcialidad: barbaridades cometieron todos, en la ida y en la vuelta. Está bien que las culturas se reconcilien, que hagamos un esfuerzo de mutuo acercamiento. Pero sólo si el punto de partida es leal, objetivo y riguroso con los hechos y con los tiempos.

A mí me parece que en el islam, incluso en el que se predica moderado, sigue funcionando el mito de su presunta superioridad moral: todo es indiscutible y necesario si se realiza en nombre de su verdad; por contra, cualquier rebeldía frente a tal imposición, medida o desmedida, es ilegítima y condenable.

Poco o nada se ha avanzado: en ese universo hermético, la evolución hacia la modernidad es, por principio, metafísicamente imposible. Basta con leer unos cuantos titulares de estos días ("Desfigurada una mujer por orden de un juez mahometano"; "Irán trata de legalizar el matrimonio para las niñas menores de 10 años"; "comienzan las llamadas islamistas para destruir las grandes pirámides de Egipto") para darse cuenta de cuánto nos diferencia, de la insalvable distancia que media, incluso en las primaveras, entre formas tan incompatibles de comprender el mundo.

En tales condiciones, no mantengo ninguna esperanza en el triunfo de ese gigantesco experimento de globalización social que se está produciendo en las sociedades occidentales. El fracaso del multiculturalismo (ya en crisis en casi toda Europa), el aumento de los conflictos religiosos, la impermeabilidad de grupos que demandan -pero no ofrecen- un respeto paradójicamente siempre unidireccional, avanzan un futuro descorazonador. Como agua y aceite, nuestras sociedades se están construyendo sobre la discordia, el fanatismo y la incivilidad.

Y miren que nos hemos dotado de textos que delimitan bien el campo de juego. La Declaración Universal de Derechos Humanos, por ejemplo, es un pilar impecable y sólido. Todo lo que circule extramuros de sus mandatos tendría que ser absolutamente inadmisible para nosotros. Sus reglas, más allá de cualquier conveniencia, han de mantenerse firmemente en esta tierra que, aun abierta y hospitalaria, continúa siendo la nuestra.

Queda por saber si poseeremos, más allá de cobardías, tibiezas y complejos, el coraje suficiente para defenderlas. En ello nos va la supervivencia de lo que somos, ese aire y esa libertad que todavía seguimos queriendo legar a nuestros hijos.

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