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LA política ha sido tratada por la televisión de forma sublime, esperanzada pero ingenua, en la excepcional El Ala Oeste de la Casa Blanca de Aaron Sorkin -me temo que no hay muchos presidentes Bartlets por ahí sueltos-, con el enfoque realista, crítico y brutalmente honesto de David Simon en The Wire -se nota que el hombre, periodista, sabía de lo que escribía-, e incluso en versión histórica. ¿O acaso los Tudor y los Borgia no eran también tratados sobre la vieja política? Hace unas semanas, la cadena Starz, hogar de la sangrienta y excesiva Spartacus, se embarcó en una nueva ficción política, llamada Boss. Kelsey Grammer, estrella absoluta del show, interpreta al alcalde de Chicago Tom Kane, un tipo moralmente corrompido por el poder al que acaban de diagnosticar una enfermedad degenerativa y mortal que a toda costa quiere mantener en secreto. Grammer, un magnífico actor que no hace mucho se estrelló con Hank y al que le está costando horrores, como es natural, desembarazarse de la larguísima sombra de su gran Frasier -hace unos días llegó a decir que su ex mujer creyó que se casaba con el ficticio psiquiatra de la barra de Cheers-, lo borda. Pero no es suficiente para mantener en pie una historia a la que le falta lo mismo que a su cadena: un poquito (o un muchito) de contención. Una cosa es que el alcalde de Chicago o cualquier político con ambición sin límites sea un indeseable y otra es convertirlo a las primeras de cambio en la versión violenta de Tony Soprano. Kane no echa broncas, pega tirones de orejas. Una cosa es que haya sexo explícito y otra es que un candidato que acaba de salir de una multitudinaria rueda de prensa en la que ha machacado moralmente a su rival se ponga a echar un polvo en la escalera del hotel con su ayudante.

En los dos primeros capítulos de Boss también tenemos una mujer sacerdote enganchada a las drogas. Todo apunta a que si esperamos un poco, a Farhad Safinia, su creador y guionista de Apocalypto, se le ocurrirá meter a los mayas e incluso a alguna carabela española surcando el lago Michigan camino del Ayuntamiento de Chicago. En política todo vale. En la televisión de calidad no.

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