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césar romero

Escritor

Una hija del 68

Debray retrata a unos padres que, ocupados por los desfavorecidos, se olvidan de su hija

Cuando el año del cincuentenario de la tan alabada revolución del 68 tocaba a su fin ha sido publicado un libro, Hija de revolucionarios, muy esclarecedor sobre la misma: aunque en verdad no hable de ella, pergeña un retrato perfecto de quienes la protagonizaron, ejemplificados en los padres de la autora. Laurence Debray es hija de Regis Debray, célebre revolucionario impenitente francés, y de Elizabeth Burgos, su pareja venezolana, menos célebre, quizá porque dedicó más tiempo a la crianza de la autora.

Nacido en 1940, en el seno de una familia acomodada (su padre era abogado y su madre integró durante muchos años la corporación municipal parisina y se codeaba con poderosos), Regis Debray marchó junto al Che Guevara a Bolivia, para poner en marcha la revolución guerrillera (el castrismo recorría Hispanoamérica por sus venas abiertas, en expresión del escritor Galeano, tan representativo de esa generación). Allí fue detenido y no fue fusilado porque mamá Debray tiró de contactos y el mismísimo De Gaulle intercedió por él. Pasó casi cuatro años en la cárcel y, tras ser liberado, siguió haciendo la revolución. A la llegada de Mitterrand al Elíseo se convirtió en su asesor y poco a poco fue completando ese viaje vital tan de la generación del 68: de las barricadas al despacho oficial. Un cambio que muchos venden como una transformación del mundo más que como una transformación radical de sus propias vidas. Su perfil es el de cierta izquierda europea de su edad: antiimperialista, defensor de experimentos violentos que acaben en dictaduras del proletariado, pero siempre en la mal llamada Latinoamérica, nunca en la amada Francia, donde obviamente se adhiere a causas más moderadas y vive, malgré lui, como un burgués. Laurence Debray retrata a unos padres que, ocupados en la felicidad de los desfavorecidos, se olvidan de la de su hija. No extraña que se declare a salvo de utopías. El verano del año en que cumple los diez, el padre la manda un mes a Cuba y otro a Estados Unidos, para que ¡elija su opción política! Relata las vivencias de una niña que casi se crió a solas sin ajustar cuentas, sin ánimo de venganza, lo que da un valor sereno y veraz a su historia y deja al desnudo las vergüenzas paternas.

También cuenta, poco pero agradecidamente, sobre los cuatro años de su adolescencia que pasó en Sevilla, en torno a la celebración de la Expo 92, tutelada por Alfonso Guerra, a quien elogia con afecto. El lector se queda con ganas de saber más de ese tiempo que, si es cierto lo que afirmaba Max Aub, vuelven a Debray un poco sevillana. Aunque entiende perfectamente que aquí se trataba de levantar acta de la relación con unos padres que son la viva imagen, casi estereotipada, de un tiempo ya ido, de una generación afortunada que demasiadas veces dilapidó su fortuna.

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