Acción de gracias

El hijo de Peter Sellers (5)

Yo era más chico que un bonsái, pero mis ambiciones no podían definirse precisamente como pequeñas: yo diseñaba los carteles de mis películas

El hijo de Peter Sellers

El hijo de Peter Sellers

Uno de los motivos por los que no salí muy normal (si es que eso de la normalidad existe) es que mi hermano I me hacía exámenes semanales del Teleprograma, conocido también como TP: me preguntaba quién iba a asistir como invitado al espacio La clave, qué iba a ocurrir en los nuevos capítulos de Falcon Crest o qué película emitirían ese sábado, y yo respondía ufano a todo, me detenía con fruición en los detalles, como un opositor que aspira a un puesto en la consejería de la frivolidad. Mi memoria de lector principiante podría haberse entregado al cultivo de una disciplina más útil, pero se aplicó en aprenderse cómo iba la turbulenta relación entre Lance y Melissa en aquellos viñedos gobernados por Angela Channing. Supongo que si en vez de eso hubiese estudiado geografía a día de hoy estaría menos desubicado, y de paso no me gustaría tanto el vino. Menos mal que TVE tenía entonces una programación de cine muy decente, y supe de Chaplin y de Buster Keaton y de Deborah Kerr (uno de los títulos que recuerdo haber recitado era Suspense, protagonizado por ella).

En mí las revistas -los Fotogramas que coleccionaba la hermana de un amigo y yo devoraba cuando me quedaba en su casa, también otra publicación de vida más fugaz que se llamó Visión 3 o V3- tuvieron el mismo efecto nocivo que provocaban los libros de caballería en tiempos del Quijote: me llenaban la cabeza de pájaros y ayudaban a que el pensamiento se me fuera a las nubes. Yo era más chico que un bonsái, pero mis ambiciones no podían definirse precisamente como pequeñas. Los niños eligen como motivos de sus dibujos una casa que aunque sea verano siempre tendrá la chimenea encendida y echará humo, un caballo o un perro que por la desmaña del retratista se aproximará más a un critter o a una croqueta con patas que a un animal corriente, pero mi vocación actoral era tan fuerte que yo no podía detenerme en esas nimiedades. Ah, no, yo diseñaba los carteles de mis películas. Sí, trazaba alguna escena en el folio y arriba colocaba los nombres de quienes intervenían en ese filme. En aquellas fantasías llegué a rodar yo con Carmen Maura, Imanol Arias, Ángela Molina, Victoria Abril, Paco Rabal y Fernando Rey, pero no nos engañemos: ellos, la crème de la crème, en realidad estaban de meros secundarios porque las historias -cuyos títulos se debatían entre la simplicidad de La casa de la playa o El camino del bosque y la cursilería de Nunca olvidaré tu nombre o Padre Mar- se centraban en un muchacho atribulado al que yo estaba deseando interpretar. (Fernando Trueba, José Luis Garci o Fernando Colomo dirigían aquellos proyectos, no se crean que los fichajes de renombre se limitaban al reparto).

Déjenme que les destripe la sinopsis de Padre Mar, un drama con ínfulas poéticas y cierto tono de leyenda celta en el que mi imaginación se embarcó, un verbo muy apropiado para un argumento que transcurre en la costa:el mar se enamora de una muchacha, por un hechizo de los dioses se convierte en hombre y tiene una apasionada noche de amor con su objeto de deseo. De esa cópula nacerá un chaval melancólico, que no encontrará su lugar en el mundo y que le hablará a las olas (porque siente con ellas una profunda conexión emocional, no porque en su pueblo no haya ningún psicólogo en activo). Para colmo, el crío es poeta, ya es mala suerte, y anota en su cuaderno unos versos que indigestarían al mismísimo Obélix: "Querido padre, / querido mar. / Mi vida no tiene sentido / o yo no se lo puedo dar". En fin, ustedes me perdonen.

Lástima que aquellos afiches se perdieran como esa carta a Dios que escribí: no serían piezas de coleccionista, pero al menos con ellas me reiría un buen rato al comprobar la extrema ingenuidad que poseía. Premios soñé pocos, la verdad: la primera entrega de los Goya se convocó cuando yo andaba ya un poco más crecido y pragmático, que si no el dominio de Fernán Gómez peligraba, y por entonces los Oscar resultaban demasiado lejanos para quienes residíamos en Alcobendas o en Sevilla.

Los que defienden las virtudes de la lectura no son conscientes de que habría que permitírsela en pequeñas dosis a quienes son propensos al desvarío. En un reportaje sobre una actriz cuya identidad no logro precisar hoy (sería Meryl Streep, que es como el dinosaurio de Monterroso: siempre estuvo ahí), ésta comentaba que la interpretación consistía en meterse en la piel de otra persona, comprender sus motivaciones, ahondar en por qué se comporta como se comporta (Meryl tal vez no era: ella se trabajaría un poco más la explicación, que es muy lista). Inspirado por aquellas palabras me dispuse a analizar a la gente de mi entorno e incluso realicé fichas donde debía rellenar los siguientes campos: QUÉ LE HA PASADO y CÓMO ES SU CARÁCTER, así, con mayúsculas, que quedaba más categórico. Yo que, ya lo he dicho, era un pequeño inquisidor, contemplaba con extrañeza a quienes se salían de la norma, gente como S, una cocinera empleada en casa de mi abuela que tenía debilidad por la botella, o J, un pintor devoto de Juanita Reina que se maquillaba y llevaba pieles cuando pocos se atrevían a hacerlo. Los elegí para que estrenaran mi trabajo de campo, pero no se prestaron: ella me habló de una receta que conocía de Hansel y Gretel que consistía en hervir niños en un caldero; él me cantó una letra de Francisco Alegre: "La gente dice Vivan los hombres / cuando le ven torear / Yo estoy rezando por él / con la boquita cerrá".

Dado que la investigación no avanzaba empecé a actuar sin un método en el que apoyarme, de manera intuitiva. Cuando mi hermana mayor, M, nos presentó a su primer novio, mis celos me empujaron a escupirle un buen gargajo en la cara. B, éste es F. F, ésta es mi saliva. Después, claro, me inventé que mi desdén tenía un origen, que a solas ese joven me había llamado imbécil y demostrado que no traía buenas intenciones a un hogar tan honrado como el nuestro (ya les he contado que escribía folletines y me chiflaban las afirmaciones ampulosas). Empecé con mal pie una relación que me convenía: después me enteré de que su familia era dueña de una cadena de cines. Películas gratis, nada menos. Ahí podría seguir formándome como el actor que anhelaba ser.

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