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Joaquín Pérez- / Azaustre

La honradez

AHORA estamos hablando mucho de honradez, que es la piedra angular de nuestra vida pública. Ahora los partidos políticos descubren a sus dirigentes que hay que ser honrados, y no aceptar regalos demasiado caros a cambio de favores consiguientes, y que no hay que robar, que es lo más contrario a la honradez. Hasta el discurso regio ha hecho hincapié en la honradez, que es requerir la harina en la panadería, porque vamos a ver: si en un sistema representativo como el nuestro, y además por partida doble, por su carácter bipartidista y con listas cerradas, en el que los políticos son depositarios de la confianza ciudadana, no hay honradez, es que sólo hay un gran silencio, es que estamos haciendo sin harina los molletes, que son de aire, que la única verdad sobre los hornos es la caja registradora, porque aquí el pan se ha seguido pagando, pero a precio de oro.

Yo no sé si este país ha sido honrado en su historia alguna vez: guardemos, como poco, la duda razonable. Porque si hasta Cervantes, como recaudador de impuestos estatal, llegó a estar preso en Sevilla, nadie puede estar libre de tacha. Éste es el país de Lazarillo, y de la picaresca convertida en forma vergonzante de vivir. Luego, claro, vinieron Rinconete y Cortadillo, porque ninguna otra geografía ha logrado convertir en arte sus pecados con mayor perfección que la española, como aquellas sevillanas de Roldán que un día hicieron furor. Sin embargo, también el propio Cervantes soñó otra España posible, y al final resultó ser inocente. En España, claro, también hay gente valiosa, y políticos dignos, pero quizá estamos viviendo últimamente un tiempo inevitable, unos años que tenían que caer por pura inercia democrática: la de la peor remesa de políticos de toda nuestra vida en libertad, porque después de la excelencia, con sus sombras, del arranque pacífico en la Transición, era natural que el nivel de exigencia bajara hasta estos mínimos, de tal flaqueza ética.

Pero no sólo la política vive una crisis de honradez. Es todo el país, que no estará a la altura de sí mismo hasta que jubile ciertos esperpentos abominables, como la chica esa que no es nada por dentro ni por fuera, que por mucho que se opere estará siempre en lo mismo, que es ese vacío orgánico y mental, y además manda el mensaje de que la autoestima depende de un estiramiento de los rasgos. La inteligencia, claro, no se puede estirar, ni la formación, ni la elegancia. La honradez tampoco, y no puede imponerse a los partidos en forma de cartillas escolares. Los monstruos lo siguen siendo por dentro como por fuera, pero son aún más terribles quienes les aúpan, doctores Frankenstein televisivos, que dejarán atrás a sus criaturas, como Tamara. Ahora la honradez comienza por quitar la tele.

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