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josé Ignacio / Rufino

El otro impuesto

SUELE decirse de la inflación que es el "impuesto invisible", porque el aumento de los precios daña el poder adquisitivo de la gente y el valor de sus ahorros. Ahora que no corren tiempos inflacionarios, sino más bien se atisban los nubarrones de su enfermedad contraria, la deflación, emerge como verdadero impuesto invisible de nuestros tiempos la corrupción. ¿Invisible?, dirá usted incrédulo: pues no hay encausados ni nada -aunque encerrados casi ninguno-, por no hablar de la lentitud judicial que, por la pasiva, es cómplice del alucinante universo de la prescripción de los delitos, ésa garantía jurídica que hace que los zorros no paguen por haber aniquilado tu gallinero al pasar cinco años desde la escabechina. Pero sí, mientras que se produce, sorda y entre susurros, la corrupción es invisible. Y es un impuesto, porque lo paga usted, pero es a cambio de nada: ningún servicio ni inversión pública mejora, sino al contrario. Lo que llamamos corrupción política quiere decir que alguien da fondos que no son suyos -son públicos- a alguien a quien compra la voluntad. Hay una variante onanista de la corrupción: trincar el dinero de todos para el propio bolsillo, normalmente montando un tinglado de contratos, facturas, pagarés y otros documentos falsos cual Judas de plástico, pero de apariencia legal. Aunque en todos los países cuecen habas, los españoles somos tenidos como un país especialmente corrupto. Si el año pasado nos señaló Transparencia Internacional al degradarnos diez puestos en su inhóspito ranking, esta semana ha sido la Comisión Europea la que nos dice que estamos en el ramillete de apandadores de elite de la Unión Europea. Las tres patas de la bestia devoradora de dinero público la forman, según los eurócratas de Bruselas, los partidos, las empresas cómplices... y la Monarquía, aunque esta pata, siendo real, tenga un carácter más simbólico que monetario. El coste de la corrupción para nuestro país no está claro, como es natural en algo de suyo invisible, pero las valoraciones van desde 10.000 a 40.000 millones al año. Como sucede con las emisiones de dióxido de carbono o con la cantidad de macarras en coche, la crisis ha tenido en el caso de la corrupción efectos atenuantes.

Esta semana nos han asaeteado con mensajes oficiales y veladas amenazas sobre el coste de la economía sumergida para el país, y uno no puede evitar preguntarse por qué no ponen el mismo empeño en evitar los vicios de los partidos que nos gobiernan: de ellos.

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